Vol. 2. N°26 (II Semestre 2017) –Foro Científico
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Playa Ancha
Valparaíso,
Chile | e-ISSN 0718-4018 http://www.revistafaro.cl
Recibido: 28 de noviembre de 2017
Aceptado: 18 de diciembre de 2017
g Resumen • Este artículo busca plantear un nuevo enfoque de análisis del fenómeno de la propaganda a partir de la genealogía de las “racionalidades de gobierno” o de la gubernamentalidad, desarrollado por Michel Foucault. Con ese objetivo, en primer lugar se revisan algunos de los principales abordajes tradicionales sobre la propaganda (Lasswell, Ellul, Chomsky), y se plantea que esta última no es solo una forma de persuasión, un recurso ideológico o una técnica de manipulación de masas, sino más bien una “tecnología de gobierno” que tiene como objetivo la gestión del público, en el marco del desarrollo de la gubernamentalidad (neo)liberal. De ese modo, se muestra cómo el despliegue de las prácticas y los discursos de las tecnologías de la propaganda, pueden rastrearse más allá de los conflictos armados y los totalitarismos del siglo XX, teniendo plena vigencia en las democracias (neo)liberales contemporáneas.
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Palabras
clave • Propaganda, medios de comunicación, tecnología, gubernamentalidad, gestión del público.
g Abstract • This article aims at proposing a new approach to the analysis of the propaganda phenomenon from the standpoint of a genealogy of the "rationalities of government" or of governmentality, developed by Michel Foucault. With this objective, we review, in the first place, some of the most important traditional approaches to propaganda (Lasswell, Ellul, Chomsky), and then line out that the latter is not only a form of persuasion, a technological resource, or a mass manipulation technique, but rather a "governmental technology" that has as its aim the control of the population, in the frame of the development of the neoliberal governmentality. In doing so, we show how the development of the discourses of propaganda technologies and its practices can be traced beyond armed conflict and totalitarianisms of the 20th century, having full validity for the contemporary (neo) liberal democracies..
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Key Words• Propaganda, media, technology, governmentality, control of the population.
“Aún estamos lejos de comprender las consecuencias
que se derivan de todo esto, pero no parece descabellado augurar
que la técnica de la creación de consensos alterará
todos lo cálculos y premisas políticos”
Walter Lippmann
1. Introducción
“Todos formamos parte del juego de la propaganda”. A esta inquietante conclusión llega The Propaganda Game (2015), el documental de Álvaro Longoria sobre Corea del Norte, mostrando no solo la forma en que la propaganda del Estado asiático opera sobre su propia población sino también el modo en que los países occidentales construyen un discurso determinado sobre el régimen de Kim Jong-un. El juego de la propaganda no puede circunscribirse entonces a una frontera particular, al contrario, se extiende a nivel global, mediante la influencia de los medios de comunicación y los aparatos de información gubernamentales. Ahora bien, si la acción de la propaganda no se limita exclusivamente a los gobiernos que suponemos totalitarios y atraviesa igualmente las democracias liberales ¿Cómo entender o analizar entonces la propaganda? El problema de esta pregunta comienza por el propio término en cuestión. Tras casi un siglo de estudios sobre la propaganda en las ciencias sociales, parece indudable que si bien dicha noción “es ampliamente invocada”, al mismo tiempo “hay mucho desacuerdo y confusión sobre su significado y su propia utilidad” (Cunningham, 2002, p. 12).
En su sentido más general, el concepto de propaganda remite principalmente a la diseminación de un tipo particular de ideas. Esta definición se apoya en la etimología latina del término (propagare) y su emergencia histórica en el contexto de la Contrarreforma de la Iglesia Católica, específicamente en 1622, cuando el Papa Gregorio XV instaura la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe, encargada de contrarrestar los efectos de la expansión del protestantismo y asegurar, al mismo tiempo, la evangelización de nuevos territorios (Taylor, 2003; Corner, 2007; Jowett y O’Donnell, 2015). Según esta primera denominación, que remite al proceso de transmisión ampliada de una idea, el concepto de propaganda se concibe como una forma particular de comunicación. Sin embargo, aquel sentido en principio neutral de la noción de propaganda sería alterado completamente a comienzos del siglo XX, tras el perfeccionamiento y la expansión de su empleo durante la Primera Guerra Mundial y el posterior ascenso de los regímenes totalitarios. Para autores como John Corner (2007), la noción de propaganda es apropiada solo en dicho contexto histórico, ya que resulta inadecuada para el análisis de la cultura y los medios de comunicación contemporáneos, al no lograr captar su complejidad. Es justamente contrariando esta última apreciación que el presente artículo busca plantear la pertinencia actual del concepto de propaganda, pero además, luego de una revisión de sus formulaciones más tradicionales, espera trazar una genealogía de las tecnologías de propaganda, describiendo su funcionamiento en el gobierno del “público” (Foucault, 2006). En otras palabras, lo que buscamos plantear a continuación es que la propaganda puede ser definida como una de nuestras principales tecnologías de gobierno.
2. Los problemas de la técnica de manipulación de masas
Una de los padres fundadores del paradigma norteamericano de estudios sobre la propaganda durante el siglo XX es Harold Lasswell (Russell Neuman, 2016). En el periodo de entreguerras, el cientista político norteamericano es quien otorga a la propaganda un estatuto de fenómeno de estudio privilegiado en el campo de las ciencias sociales, al definirla como “la gestión de la mentalidades colectivas mediante la manipulación de símbolos significativos” (Lasswell, 1927, p. 627). De acuerdo con esta definición, la propaganda consiste básicamente en el empleo de diversas técnicas de administración de los patrones valorativos de cada persona, ya sea mediante el uso de imágenes, gestos o palabras, cuyo significado convencional puede movilizar preferencias o reforzar actitudes colectivas. Al mismo tiempo, para Lasswell, las características de la propaganda moderna se configuran a partir del amplio desarrollo de los medios de comunicación, en especial de la prensa, el cine y la radio, pues esto últimos son su instrumento fundamental. Sin embargo, esto no quiere decir que todo lo que aparece en los llamados medios de comunicación de masas –incluso en los regímenes totalitarios– pueda ser considerado como propaganda, ya que esta solo opera cuando un amplio número de personas es inducido a actuar conjuntamente, fortaleciendo o debilitando actitudes controversiales (Lannes, Lasswell & Casey, 1946, p. 2).
Los propósitos de la propaganda pueden ser diversos: desde aquellos más transitorios, como en el caso de una campaña publicitaria sobre un producto específico, hasta otros más estables, en caso de emplearse junto a mecanismos de orden social duraderos. Ahora bien, según el enfoque lasswelliano de la propaganda, esta siempre remite al uso estratégico, mediante los medios de comunicación, de ciertos símbolos y sus asociaciones, para influir en las opiniones y actitudes de las masas. De esa manera, el uso propagandista de los símbolos es capaz de definir un amplio rango de conductas psico-políticas, es decir, desde el modelamiento de la personalidad hasta la formación de grupos políticos (Ascher y Hirschfelder, 2005, p. 51). Los efectos de la propaganda son generados a partir de cuidadosas campañas mediáticas, donde se multiplican “símbolos maestros” capaces de exaltar los afectos y pulsiones más intensas de los individuos, preparando así lentamente a las masas para aceptar ideas y actitudes que, incluso, pueden diferir muchas veces de sus propias opiniones previas (Baran y Davis, 2012, p. 84). El uso persistente en los medios masivos de banderas, himnos y otros tipos de imágenes para la formación de la conciencia nacional y la actitud patriótica durante las campañas militares de los grandes conflictos armados del siglo pasado serían el ejemplo más claro de esto.
En su afamado estudio sobre el uso de las técnicas de propaganda durante la Primera Guerra Mundial, Lasswell señala que estas últimas no operan estrictamente una alteración del organismo de los individuos sino que más bien orientan la “sugestión social” mediante la producción de noticias, rumores, imágenes y otros contenidos en los distintos medios de comunicación (Lasswell, 1938, p. 9). En ese sentido, la teoría lasswelliana apunta a que el poder de la propaganda es un resultado de los estados mentales vulnerables de las audiencias, más que de alguna cualidad sustancial de los mensajes difundidos. Dicho de otro modo, las crisis económicas, los conflictos políticos o las amenazas surgidas a partir de cualquier otro tipo de inestabilidad social, hacen más susceptibles a las personas a los efectos de la propaganda. La fragilidad de los estados mentales en la sociedad de masas de comienzos del siglo XX, atravesada por diversas convulsiones políticas, económicas y culturales, facilitaría entonces el despliegue de las técnicas de manipulación de masas y el éxito de la propaganda. De esta forma, el modelo conductista del estímulo-respuesta que está a la base de la perspectiva lasswelliana, no solo se concentra en los efectos de la propaganda sino que, al mismo tiempo, supone de algún modo que las respuestas de los sujetos ante los medios de comunicación son uniformes e inmediatas. Como se sabe, es justamente esta última presunción mecánica de los efectos de la propaganda lo que marca el declive de la influencia de las investigaciones de Lasswell hacia mediados del siglo XX (Baran y Davis, 2012; Jowett y O’Donnell, 2015; Russell Neuman, 2016).
Es precisamente uno de los críticos más destacados del enfoque lasswelliano, el sociólogo francés Jacques Ellul, quien a partir de su obra de 1962, Propagandes, propone una nueva e influyente perspectiva de análisis sobre el fenómeno. Aquí, se define la propaganda como “un conjunto de métodos empleados por un grupo organizado que busca incitar la participación activa o pasiva en sus acciones de un masa de individuos, unificados mentalmente a través de manipulaciones psicológicas e incorporados en una organización” (1973, p. 61). Esta definición subraya que la propaganda moderna tiene como objetivo principal generar acciones en los individuos, es decir, la propaganda no consiste estrictamente en intentar un cambio de opinión o la adhesión a una doctrina. En lugar de alterar las ideas de los individuos, la propaganda despierta más bien una “creencia activa”, pues concierne a la adopción de nuevas conductas, de esa manera, en lugar de promover una ortodoxia determinada, la propaganda incita una ortopraxis específica (Ellul, 1973; Greenman, Schuchardt & Toly, 2013). Puede afirmarse entonces que los cambios en la opinión pública son una consecuencia de la movilización de la propaganda, esto es, de su modificación previa de las acciones de los individuos a quienes se dirige. En ese sentido, como bien lo advierte Langdon Winner (2013), la propaganda es concebida aquí como “una forma agresiva de pensamiento y comunicación, cuya tendencia subyacente es establecer un dominio sobre otras construcciones disponibles de la realidad social” (Winner, 2013, p. 100). Por lo tanto, la propaganda no es una técnica empleada únicamente por el Estado –ya sea totalitario o democrático–, sino por cualquier grupo social, institución o empresa que busque delinear una forma de vida entre sus adherentes, desechando cualquier otra.
Al mismo tiempo, desde la perspectiva de Ellul, resulta importante subrayar que la propaganda es una técnica específicamente moderna, lo que marca una distancia con aquellos estudios incluso contemporáneos que al concebirla sólo como una “técnica de persuasión”, rastrean la propaganda sin mayores distinciones a lo largo de la historia (Taylor, 2003; Jowett y O’Donnell, 2015). En cambio, para Ellul, la propaganda recién adquiere a comienzos del siglo XX su condición más integral, pues esta no existe como tal “antes de la llegada de los medios masivos de comunicación, de los avances científicos en psicología y sociología, y de la habilidad de quienes poseen el poder para afectar el pensamiento ciudadano en el contexto de individuos desarraigados e inseguros que comparten una conciencia masiva” (Marlin, 2015: 349). La razón de lo anterior radica en que la propaganda es vista aquí como una forma de comunicación axial en la “sociedad tecnológica”, nombre con el que Ellul se refiere a una sociedad donde la técnica ha devenido autónoma respecto de cualquier fin humano, y las formas de vida tradicionales han sido subsumidas en el desarrollo eficiente, cuantificador y auto-referente de la tecnología (Ellul, 1964, Greenman, Schuchardt & Toly, 2013). La función de la propaganda es, por lo tanto, integrar al máximo número de individuos en esta sociedad tecnológica, unificando los patrones de conducta y los estilos de vida grupales.
Coincidiendo con lo planteado antes por Lasswell, en el análisis elluliano se apunta a una operación de la propaganda en un nivel tanto individual como colectivo. Sin embargo, Ellul sostiene que la “propaganda debe ser total”, pues el propagandista “debe utilizar todos los medios técnicos a su disposición –prensa, radio, televisión, películas, posters, reuniones, campañas de puerta a puerta. La propaganda moderna necesita utilizar todos estos medios” (1973, p. 9). Esto significa que la propaganda es un fenómeno social total, en el que cualquiera de sus prácticas aisladas o efectos específicos no logra dar cuenta de su funcionamiento, derivado de una presencia constante, múltiple y poderosa que la propaganda despliega cotidianamente, en el día a día del público, para conseguir así incrustarse en el cuerpo social. Únicamente de esta manera la propaganda moderna logra conseguir sus objetivos. Como bien lo señala Randal Marlin (2015), el mejor ejemplo de la “propaganda total” se encuentra en la orquestación de la sociedad llevada a cabo por el régimen Nazi, que utiliza todos los medios posibles –música, cine, radio, obras de arte, afiches, fabricación de monedas, estampillas, exposiciones, diseños arquitectónicos, discursos, eventos deportivos, y tantos otros– para introducir los mitos elementales de su propaganda: el Fürher, la raza y el progreso de la nación (Marlin, 2015, p. 349-351). Justamente en este punto, aparece entonces una diferencia clave con el enfoque lasswelliano, pues para Ellul no es posible determinar los efectos de la propaganda mediante ningún modelo psíquico o conductual. Ninguna prueba de laboratorio puede reproducir este fenómeno de la propaganda total, pues “la propaganda no es un fenómeno aislado con límites claramente definidos; está completamente integrado e inmerso en una entidad social. Se relaciona con la estructura sociológica general, y tratar de disociarla y reducirla a su estado puro sería despojarla de su verdadera naturaleza”. (Ellul, 1973, p. 264).
Ahora bien, el análisis de la propaganda como un fenómeno social total, según es planteado en la perspectiva elluliana, puede traer adjunto un inconveniente no menor: la diseminación de las operaciones estructurales o técnicas utilizadas por la propaganda. En otras palabras, un análisis general de la propaganda va tornando difuso su funcionamiento específico en los medios de comunicación, problema que ha sido bien advertido por estudios recientes (Jowett & O’Donnell, 2015).
3. Fabricación del consenso y la trampa de la ideología
Planteando de algún modo una alternativa frente a este último obstáculo, destaca la célebre elaboración de Noam Chomsky y Edward Herman de una propuesta para el análisis de la propaganda en el sistema de medios de comunicación, pensado a partir de su funcionamiento específico en los Estados Unidos a fines de los años ochenta: el “modelo de la propaganda”, que ambos autores desarrollan en Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media (1988). A diferencia de la mayor parte de los estudios tradicionales sobre la propaganda –y de lo que el mismo título sugiere al retomar una clásica expresión de Walter Lippmann “la fabricación del consenso” (2003, p. 206)–, el “modelo” de Chomsky y Herman no se concentra en los efectos de los medios de comunicación sobre las masas, sino más bien en las propias características de su estructura económico-política y de su funcionamiento social, es decir, el foco está puesto aquí en la “conducta de los medios” más que en las audiencias (Klaehn & Mullen, 2010, p. 11).
Ciertamente, mediante este “modelo de la propaganda” sería posible analizar no sólo el funcionamiento de los medios de comunicación cuando están bajo el control de regímenes totalitarios –como en el divulgado caso de Corea del Norte– sino que también, y principalmente, en el de países democráticos, esto es, donde se resguarda el ejercicio de la libertad de expresión y una parte importante del sistemas de medios pertenece al sector privado. Desde luego, este último es el caso de Estados Unidos donde, a diferencia de la propaganda utilizada en cualquier dictadura, el sistema de medios de comunicación no experimenta especialmente la censura, al contrario, aquí se permiten y fomentan los debates públicos, las críticas y las disidencias políticas, pero solo “en tanto permanezcan fielmente dentro del sistema de presupuestos y principios que constituyen el consenso de la élite, un sistema tan poderoso que puede ser interiorizado en su mayor parte, sin tener conciencia de ello” (Chomsky & Herman, 1988, p. 302). Es la élites económica y política la que determina las reglas del juego mediático, cuya flexibilidad depende de los principios básicos que aseguran la persistencia de los propios privilegios de dicha minoría social. Al igual que en el resto de las democracias liberales, en este caso entonces, la desigualdad de recursos disponibles resulta clave para determinar la estructura general y la labor del sistema de medios comunicación, pues al depender económicamente del gobierno y los aportes privados, son los intereses de las élites dominantes los que influyen en el contenido de los mensajes y sus formas de difusión en el público. Así, lo que este modelo plantea, tras un prolijo contraste de datos sobre el sistema de medios estadounidense, es que la manipulación del público por parte de la propaganda no requiere necesariamente del uso del miedo o la persuasión, pues consiste también en establecer las condiciones de la discusión, es decir, en “la aceptación de que las elites políticas y económicas son los impulsores legítimos del discurso nacional” (DiMaggio, 2017, p. 276).
Desde esta perspectiva, entonces, se postula que el consenso en las sociedades democráticas no surge espontáneamente, a partir de la discusión informada en la esfera pública, sino que más bien es fabricado por diversas técnicas de propaganda mediática. Así, en el modelo propuesto por Chomsky y Herman (1988) se distinguen cinco filtros primordiales que, en su acción específica y también en sus diferentes modos de interacción y refuerzo mutuo, caracterizan el funcionamiento de la propaganda en un sistema de medios de comunicación. Dichos filtros constituyen la estructura económico-política básica del sistema mediático y son descritos del siguiente modo: 1) el tamaño de las empresas dueñas de los medios, sus niveles de concentración de propiedad, la riqueza de los propietarios y la orientación de sus beneficios; 2) el financiamiento que los medios obtienen a través de la publicidad y que los obliga vender sus audiencias (público), afectando así el contenido de las noticias emitidas; 3) la subordinación de los medios a fuentes informativas del gobierno, agentes empresariales u otros sectores dominantes; 4) las diversas medidas o procedimientos correctivos aplicados sobre los medios para disciplinar su acción; 5) la doctrina del “anticomunismo”, como mecanismo ideológico de control y promoción de la sociedad de libre mercado (Chomsky y Herman, 1988, p. 2). Desde luego, el último de estos filtros es el que parece menos ajustado a la coyuntura histórico-social actual, pues responde al contexto de la Guerra Fría, en el que Chomsky y Herman elaboran su modelo. Sin embargo, como bien lo ha señalado Piers Robinson a la hora de preguntarse por la pertinencia del “modelo de la propaganda” en nuestros días, después del atentado contra el World Trade Center el 2001, lo cierto es que los discursos maniqueos que buscan justificar la “guerra global contra el terrorismo” en las sociedad occidentales, constituyen de alguna manera una prolongación de la vieja estrategia del “anticomunismo” (Robinson, 2015, p. 85-88).
En líneas generales, el modelo de la propaganda plantea que los poderes corporativos y de las élites económicas ejercen un control elemental en el sistema de medios de comunicación de una democracia liberal, y con ello, influyen claramente en la configuración del sistema político. En otras palabras, el modelo de la propaganda sostiene que “los discursos de los medios de comunicación son formados por las fuerzas del mercado. Y esto es «por la sencilla razón» de que la propiedad, el tamaño y las ganancias de los medios de comunicación dominantes impactan significativamente en los contextos en que los discursos son concebidos y producidos” (Klaehn & Mullen, 2010, p. 18). De esta manera, la acción conjunta de los filtros de la propaganda impide la autonomía real de los medios de comunicación, el ejercicio de la libertad de expresión y la efectiva labor informativa para que el público participe del proceso político de manera responsable. En conclusión, según Chomsky y Herman, “el modelo de propaganda deja entrever que el «propósito social» de los medios de comunicación es el de inculcar y defender la agenda política, económica y social de los grupos privilegiados que dominan el Estado y la sociedad” (1988, p. 288). Por supuesto, las estrategias de los medios para mantener y reproducir el orden dominante son diversas: la selección de temáticas y distribución de intereses, el filtrado de informaciones, el encuadre de los debates, los énfasis y el tono con que se elaboran las noticias, etc. Asimismo, esto no quiere decir que el control de los medios de comunicación no enfrente resistencias o disidencias, pues son justamente estas últimas las que los distintos filtros contribuyen a embestir.
Ahora bien, si el modelo de la propaganda obtiene su fortaleza explicativa a partir de una focalización en las características estructurales del funcionamiento de los medios, en su base económico-política (Klaehn & Mullen, 2010; DiMaggio, 2017), al mismo tiempo, una de sus debilidades pasa por la descuidada consideración de sus efectos. Desde nuestra perspectiva, el problema con este modelo de la propaganda radica justamente en su visión tradicional sobre la operación ideológica de los medios de comunicación. Chomsky y Herman entienden los medios de comunicación como “efectivas y poderosas instituciones ideológicas que cumplen una función de propaganda que apoya al sistema” (1988, p. 306). Sin embargo, esta noción de ideología a la que hace referencia el modelo de la propaganda se encierra en los viejos callejones ortodoxos del engaño y la falsa conciencia. De ahí que Chomsky, tras referirse a la propaganda militar sobre Medio Oriente y las guerras contra el terrorismo internacional, pueda afirmar que “el retrato del mundo que es presentado al público no tiene la más mínima relación con la realidad. La verdad sobre cada asunto queda enterrada bajo construcciones y construcciones de mentiras” (Chomsky, 2010, p. 37).
Es justamente en este punto donde el “modelo de la propaganda” muestra una de sus mayores debilidades, pues reduce sus efectos a la generación de un público engañado por una ideología que oculta la “verdadera realidad”. Así, la contribución de Chomsky y Herman para el análisis de la propaganda parece atrapada en lo que Slavoj Zizek llama el problema “representacionalista” de la ideología, pues asume a esta última como una ilusión o visión distorsionada de la realidad, no obstante, “un punto de vista puede ser bastante exacto (‘verdadero’) en cuanto a su contenido objetivo, y sin embargo, completamente ideológico; y viceversa, la idea que un punto de vista político da de su contenido social puede estar completamente equivocada sin que haya nada de ‘ideológico’ en él” (Zizek, 2003, p. 13). No reproducir esta última tentación representacionalista de la ideología en el abordaje de la propaganda se vuelve entonces fundamental para su análisis crítico contemporáneo.
4. Propaganda y gobierno del público.
De acuerdo con lo expuesto hasta acá, los enfoques tradicionales del análisis de la propaganda han subrayado con acierto su condición de técnica específicamente moderna para la gestión de las convenciones colectivas (Lasswell), capaz de influir tanto en las opiniones como en las prácticas cotidianas de los individuos (Ellul), y derivada de una serie de filtros estructurales, económicos y políticos, en los medios de comunicación, que delimitan los marcos del debate y la producción del consenso en las democracias liberales (Chomsky y Herman). No obstante, es necesario preguntarse por la posibilidad de “suplementar” estos enfoques heterogéneos con una perspectiva de análisis que no reproduzca sus problemas. Esto quiere decir, con un modo de análisis que evite deducir efectos mecánicos de la propaganda en receptores pasivos (Lasswell), logrando delinear las características generales de las técnicas de propaganda pero sin renunciar a la descripción de sus operaciones locales (Ellul), y finalmente, analizando las relaciones de poder que atraviesan la producción de la propaganda, aunque no para reducirla al encubrimiento ideológico de una verdad auténtica u original (Chomsky). En lo que sigue, quisiéramos plantear que una perspectiva de este tipo puede encontrarse en las investigaciones de Michel Foucault (2006; 2009).
Pese a que resulta innegable que “Foucault nunca prestó demasiada atención a la propaganda como tal” (Rutherford, 2000, p. 94), esto no quiere decir que en sus investigaciones no sea posible encontrar ciertos rudimentos para elaborar un enfoque de análisis de las técnicas de propaganda. Dichos elementos para el estudio de la propaganda desde una perspectiva foucaultiana pueden encontrarse sobre todo en una genealogía de las racionalidades de gobierno, es decir, en el análisis del despliegue de las distintas formas de “gubernamentalidad” a través de la historia occidental (Foucault, 2006; 2009). Con el concepto de gubernamentalidad, Foucault (2006) alude principalmente a tres elementos: primero, al conjunto de instituciones, procedimientos, reflexiones, cálculos y tácticas que hacen posible las formas de “gobierno” modernas; en segundo lugar, a la distinción de este tipo de poder de aquel otro que llamamos soberanía, y también a su distinción con el “poder disciplinario” (Foucault, 2002); finalmente, un tercer elemento, que remarca la historicidad de las racionalidades de gobierno, descentrando así su origen respecto de la figura del Estado, en tanto describe el proceso histórico mediante el cual es más bien el Estado monárquico, o la “Razón de Estado”, el que se gubernamentaliza poco a poco, desde el siglo XVI en adelante, para dar lugar a una nueva racionalidad política: la gubernamentalidad liberal (Foucault, 2006).
Ahora bien, entre la “razón de Estado” de los siglos XVI y XVII y la emergencia de la gubernamentalidad liberal del siglo XVIII y XIX no hay una transición, ruptura o una simple inflexión, sino más bien una diferencia fundamental: el primer tipo de gubernamentalidad intensifica la fuerza, las riquezas y el poder estatal, limitándolo solo externamente, mediante el derecho público, mientras que en la gubernamentalidad liberal es el Estado el que resulta limitado internamente, pues en el liberalismo hay un principio fundamental de autolimitación del gobierno: el mercado (Foucault, 2006; 2009). Con ello, “el liberalismo se aventura a una forma de gubernamentalidad en tanto que arte de gobernar menos: la sustitución vertical del modelo de ley impuesto sobre las voluntades por un modelo de regulación inmanente reconfigurando intereses horizontalmente” (Gros, 2017, p. 195). Lo que hasta ahora no ha sido advertido por los comentaristas de la obra foucaultiana, es cómo en medio de esta crucial diferencia de racionalidades de gobierno, se subraya que la nueva realidad del mercado emerge paralelamente a la de la opinión. Esta última dimensión abre un nuevo campo de operaciones para el arte de gobernar en ciernes, y es por esto que Foucault destaca a la figura del cardenal Richelieu como impulsor de las primeras grandes campañas de opinión, señalando incluso que él fue quien “inventó la campaña política por medio de líbelos y panfletos, e inventó asimismo la profesión de manipuladores de la opinión, que en esa época recibían el nombre de ‘publicistas’” (2006, p. 319).
De hecho, Richelieu otorga la licencia para el primer periódico oficial, La Gazette de France, en 1631, iniciativa que sería rápidamente seguida por el resto de los gobiernos europeos, que a partir de entonces comienzan a experimentar “un enorme crecimiento en la propaganda política impresa” (Taylor, 2003, p. 122). Puede afirmarse entonces que, hacia el siglo XVII y el siglo XVIII, el nacimiento de los economistas es simultaneo al de los publicistas, pues mercado y opinión son “los dos elementos correlativos del campo de realidad que aparecen como un correlato del gobierno” (Foucault, 2006, p. 319).
Según esta perspectiva, cuando la economía se convierte en el principal saber de la racionalidad de gobierno liberal se constituye, al mismo tiempo, su objeto privilegiado: la población. En otras palabras, el surgimiento del liberalismo marca el momento en que la vida de la especie humana ingresa al juego de sus propias maniobras políticas, esto es lo que Foucault denomina también biopolítica: “lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana” (2007: 173). De esa manera, la racionalidad de gobierno liberal se diferencia claramente del antiguo poder soberano y del poder disciplinario que se ejerce sobre cuerpos individuales en los distintos espacios de encierro (cárceles, talleres, hospitales, escuelas) incrementados desde el siglo XVII (Foucault, 2002). La gubernamentalidad liberal se concentra en la gestión del desenvolvimiento colectivo de los cuerpos y su circulación a través de una biopolítica activa que, mediante procedimientos estadísticos y dispositivos securitarios específicos, consigue gestionar las variables vitales la población (Lemke, 2016). La expresión de esto se encuentra en el uso progresivo y acentuado de instrumentos como las tasas de natalidad y mortalidad, el control de epidemias, los índices de producción, etc. Sin embargo, el propio Foucault señala que la población posee otro extremo diferente al de su condición biológica, su dimensión en tanto que público:
El público, noción capital en el siglo XVIII, es la población considerada desde el punto de vista de sus opiniones, sus maneras de hacer, sus comportamientos, sus hábitos, sus temores, sus prejuicios, sus exigencias: el conjunto susceptible de sufrir la influencia de la educación, las campañas, las convicciones (…). De la especie al público tenemos todo un campo de nuevas realidades, nuevas en el sentido de que, para los mecanismos de poder, son los elementos pertinentes, el espacio pertinente dentro del cual y con respecto al cual se debe actuar. (Foucault, 2009, p. 102)
Este extremo distinto del arraigo biológico la población constituye una dimensión fundamental del colectivo social, pues el público tiende a transformarse además en sujeto-objeto de un saber: “sujeto de un saber que es 'opinión' y objeto de un saber que es de muy otro tipo, pues tiene la opinión por objeto y para ese saber de Estado se trata de modificarla o servirse de ella” (Foucault, 2009, p. 323). Por supuesto, así vistos, el público y su opinión se conciben de un modo bastante distinto a las concepciones iluministas del público y su asociación con los ideales democráticos del siglo XVIII y XIX (Glynn, et al., 2016). La particularidad del enfoque foucaultiano radica, a la vez, en subrayar que la biopolítica de la población y el gobierno de la opinión del público no se despliegan simplemente bajo la forma de la represión, sino más bien de la gestión de la vida en el primer caso y del control de la producción de opinión, en el segundo. Por lo tanto, no es bajo la normalización disciplinaria ni el poder soberano que se gobierna la opinión del público, mas bien, la gubernamentalidad liberal parte asumiendo “la capacidad de acción e iniciativa de los gobernados. En lugar de reprimir sus deseos, ‘los dejará pasar’; en lugar de codificar sus movimientos, los gestionará; en lugar de controlar sus opiniones, las regulará” (Castro-Gómez, 2015, p. 88-89). La proliferación de los publicistas, la prensa escrita y los espectáculos públicos como el teatro y, más tarde, la institución del museo moderno, ocuparán entonces un lugar central entre las técnicas de formación de la opinión pública bajo la racionalidad de gobierno liberal.
Sin embargo, lo cierto es que la emergencia paralela de este campo del mercado y la opinión como correlato del gobierno, no se manifiesta de un modo similar durante la gubernamentalidad liberal de fines del siglo XVIII y del XIX. Y esto porque, durante dicho periodo, es más bien la nueva realidad del mercado la que el saber económico se encarga de convertir en un régimen de veridicción (Foucault, 2006). Esta última noción remite a los “efectos de verdad” operados en la práctica gubernamental, por sus formas de verificación y falseamiento, que en el caso de la gubernamentalidad liberal, permiten vincular el conjunto de la producción social con el equilibrio de los precios, la oferta, la demanda, el valor, etcétera. En otras palabras, de la mano con el desarrollo de la economía-política, el mercado se convierte en un principio de inteligibilidad para un amplio espectro de la actividad social, cuyos discursos y prácticas asociadas legislan sobre aquello que debe considerarse como verdadero. Es justamente por esto que en la racionalidad liberal de gobierno se reconoce la necesidad de dejar actuar al mercado con la menor cantidad posible de intervenciones: para que formule así su verdad sobre la práctica gubernamental, verdad que regirá los nuevos mecanismos jurisdiccionales y nuevas tecnologías de gobierno.
Dicho de un modo aún más sintético, el discurso y las prácticas del saber económico insertan de esta manera un nuevo criterio de racionalidad y cálculo gubernamental que ya no se basa en el derecho del soberano ni en las leyes morales o divinas, sino en la apelación a la naturaleza de las cosas que se gobiernan (derivadas del mercado) y a no gobernarlas demasiado: es el famoso laissez-faire del liberalismo (Foucault, 2006; 2009). Lo importante aquí para nosotros es que esta particular condición del mercado y el saber económico, como régimen de veridicción de la práctica gubernamental, no se expresa inmediatamente en las tecnologías del gobierno del público y en la emergencia de un saber específico sobre la opinión, no al menos hasta comienzos del siglo XX. Aunque este último punto no termina de ser rastreado por las investigaciones foucaultianas, en lo que sigue esperamos ahondar precisamente en ello.
5. Tecnologías de la propaganda.
Apropiándonos del enfoque foucaultiano descrito hasta acá, es posible señalar que una gubernamentalidad del público –mediante un conjunto de técnicas específicas, instituciones, procedimientos y tácticas, pero sobre todo a través de un saber particular, con sus reflexiones y análisis, que pueden convertir a la opinión en un régimen de veridicción correlativo al del mercado–, se consuma recién cuando una forma de saber específica sobre la opinión pública es constituida. Esto ocurrirá claramente tras la Primera Guerra Mundial, con el afianzamiento de la propaganda moderna, tal cual lo hemos venido revisando en las secciones anteriores. Pero no son realmente los estudiosos de la propaganda (Lasswell, Ellul o Chomsky) aquellos que configuran este nuevo saber sobre la opinión del público, sino más bien los propios propagandistas que la llevan a cabo. Por lo tanto, es solo después de la primera guerra mundial que la “propaganda” deja de ser un fenómeno puntual y se convierte en una verdadera “tecnología de poder” (Foucault, 1999) de la gubernamentalidad liberal, es decir, en un despliegue complejo de tácticas y estrategias de poder llevado a cabo a través de la gestión de la opinión pública y que utiliza como principal herramienta los medios de comunicación.
El ejemplo paradigmático de esto último se encuentra en el conjunto de textos fundacionales de los ex-miembros del Committee on Public Information, institución encargada de promover la participación de los Estados Unidos en la guerra, que funciona entre 1917 y 1919. Su máximo responsable, el periodista George Creel, escribe en 1920 How We Advertised America, detallando cada una de las diversas técnicas empleadas en su gran campaña de propaganda: desde la producción de afiches, sellos, tarjetas, historietas, pinturas, la emisión de más de 6.000 comunicados, el suministro de más de 200.000 proyectores de diapositivas, la publicación de periódicos y hasta el enrolamiento de 75.000 “hombres de cuatro minutos, quienes daban charlas promoviendo el esfuerzo por la guerra en cines y otros lugares de reunión” (Jansen, 2015, p. 306).
Pero son otros dos ex–miembros de la también llamada Comisión Creel, las figuras más importantes para la formación de un nuevo saber sobre la gestión del público: Edward Bernays y Walter Lippmann. Este último, reconocido periodista e intelectual, que en 1922 escribe Public Opinion, pieza clave en la configuración de un nuevo saber que tiene por objeto la opinión y como instrumentos principales los distintos medios de comunicación que proliferan a comienzos del siglo XX. En su obra, como ya habíamos adelantado, Lippmann (2003) advierte que la propaganda es un arte particular de antigua data pero que no ha sido desterrado por las democracias liberales, más aún, se ha perfeccionado en ellas como una “técnica de creación de consensos”, convirtiéndose así “en un órgano más de los gobiernos representativos” (p. 206). Si bien Lippmann puede plantearse en términos críticos al respecto, no en menor medida sienta las bases para el desarrollo de un saber en ciernes sobre la gestión política del público. De hecho, Edward Bernays, reconocido como el padre de la industria de las Relaciones Públicas, escribe en 1928 Propaganda, obra fuertemente influenciada por el trabajo de Lippmann y donde se establece que “la propaganda moderna es el intento consecuente y duradero de crear o dar forma a los acontecimientos con el objetivo de influir sobre las relaciones del público con una empresa, idea o grupo” (2016, p. 70).
Pese a que en Lippmann o Bernays la propaganda es considerada como una parte fundamental del gobierno del público en las sociedades modernas, es descrita también en muchos momentos bajo las nociones de manipulación o disciplinamiento de la mentalidad colectiva (por lo tanto, en una línea similar a la adoptada luego por el paradigma de Lasswell), aunque al mismo tiempo las técnicas del propagandista son aquí claramente armonizadas con las dinámicas de las democracias liberales. En ese sentido, antes que reprimir los deseos e inclinaciones del público, se trata más bien de incitarlos y promoverlos. Es en este punto, cuando Bernays establece el vínculo sutil entre el campo del mercado y la opinión que consuma la constitución de un saber fundamental para la gubernamentalidad (neo)liberal :
Tenemos que hallar una manera de que la libre competencia se desarrolle sin mayores sobresaltos. Para lograrlo, la sociedad ha consentido en que la libre competencia se organice en virtud del liderazgo y la propaganda. (…) Puede ocurrir que se dé un mal uso a los instrumentos mediante los cuales se organiza y focaliza la opinión pública. Pero tanto la focalización como la organización resultan necesarias para una vida ordenada. (2016, p. 52-53)
De esta forma, los propios ejecutores de la propaganda elaboran un saber específico sobre la gestión de la opinión pública que se acopla al régimen de veridicción del discurso económico, aunque como su cara opuesta, pues a diferencia de la famosa figura smithiana de la “mano invisible”, que coordina los distintos intereses de quienes participan en el mercado, el saber de la propaganda se constituye como un conocimiento sobre la operación del “gobierno invisible” de las sociedades de mercado, es decir, respecto al funcionamiento de un gobierno de las élites sobre las mayorías, que encuentra en la propaganda “su brazo ejecutor” (Bernays, 2016, p. 64). Por lo tanto, nuestra tesis es que más allá de una simple técnica de persuasión, la propaganda es concebida aquí como un saber y una práctica específica para el gobierno de la opinión del público, a través de los nuevos medios de comunicación y en el marco de un orden que asegura el libre mercado. En ese sentido, dado su uso táctico y estratégico en el campo de fuerzas sociales, la propaganda debería entenderse más bien como una “tecnología de poder” (Foucault, 1999), que al ser empleada en la gubernamentalidad liberal (o bien, en su reformulación neoliberal), no puede describirse como promotora del engaño o la ilusión (a la manera de Chomsky) sino más bien como correlativa a los “regímenes de veridicción” de las racionalidades de gobierno liberales y neoliberales (Foucault, 2006; 2009).
Un ejemplo claro de esto último lo encontramos en la United States Information Agency (USIA), organismo de información y diplomacia que desde 1953 hasta 1999 se encarga de difundir los intereses y promocionar las políticas de Estados Unidos a nivel global. Durante el periodo de la Guerra Fría, la USIA se opone firmemente a las políticas internacionales del bloque comunista, y para llevar a cabo sus objetivos, crea diversas estaciones de radiodifusión, canales de televisión, películas, revistas, libros, periódicos, establece centros de noticias y genera miles de informes y comunicados en sus distintas agencias alrededor del mundo. Todo esto, desde luego, sin concebir sus propias prácticas como formas de contra-propaganda. Ahí se asienta un principio más de las tecnologías de la propaganda contemporáneas: “no se lucha contra la propaganda enemiga con la propaganda propia: se lucha contra ella con «verdad»” (Russell Neuman, 2016, p. 32). A contrapelo de las premisas del modelo de la propaganda de Chomsky y Herman (1988), podemos afirmar que el gobierno estadounidense no esconde de esa manera la “verdad”, es decir, no dispone un conjunto de mentiras mediante la implementación de sus tecnologías de la propaganda, al contrario, mediante la USIA se instaura un régimen de veridicción, ya que “no es una ilusión, porque lo que lo ha establecido y lo marca así de manera imperiosa en lo real es precisamente un conjunto de prácticas, y de prácticas reales (…), un régimen de verdad que divide lo verdadero de lo falso” (Foucault, 2009, p. 32).
Dentro de esa misma línea de tecnologías de la propaganda implementadas por el gobierno de los Estados Unidos, pero a nivel local, funcionando para gestionar la opinión del público nacional, encontramos las campañas mediáticas que acompañaron la “guerra global contra el terrorismo” y la invasión a Irak. Entre 2002 y 2008, el Departamento de Defensa despliega una estrategia de infiltración directa en los medios de comunicación e información, contratando a un grupo de 75 analistas militares que trabajarían como comentaristas y analistas en las principales cadenas televisivas del país, como FOX, NBC, CBS y ABC, además de contribuir con reportajes y columnas de opinión en los principales medios de la prensa escrita. Además, durante el mismo el periodo, el gobierno estadounidense contrata actores para hacerse pasar por periodistas y realizar boletines informativos para promocionar una visión oficial de la guerra de Irak y otras políticas de la administración Bush (Castells, 2012). Nuevamente, no se trata aquí de enjuiciar la falsedad o la veracidad de estas informaciones y campañas, lo que importa más bien son las prácticas y los discursos que inscriben ciertos “efectos de verdad” en el cuerpo social, pues es considerando dichos efectos y rastreando las tecnologías de propaganda que los producen, como podemos analizar críticamente su funcionamiento.
6. Reflexiones finales
En julio de 2017, el presidente de Estado Unidos, Donald Trump, lanza un inédito noticiario online llamado Real News Update, publicado en su propia página de facebook. Se trata de una estrategia para replicar las que, según Trump, son “noticias falsas” [fake news] sobre su gobierno que circulan por las redes sociales, y que él mismo comienza a denunciar durante su campaña presidencial de 2016. Asimismo, la proliferación de fake news en distintos medios de información y comunicación actuales ha sido considerada como una expresión de la supuesta era de la “posverdad” abierta a comienzos del siglo XXI. Esta última designaría un escenario donde la información de “hechos objetivos” tiene menor influencia sobre la opinión pública que aquellas noticias sin respaldo, que apelan simplemente a las emociones y las creencias personales. Pero ¿Acaso es esto una nueva era o más en una modulación diferente de las racionalidades de gobierno del público? ¿No estamos aquí frente a una nueva formulación de los “efectos de verdad” que las tecnologías de la propaganda han desplegado desde su propia constitución a comienzos del siglo XX? En el fondo, la acometida de Trump contra las noticias falsas mediante su noticiero online con “noticias reales”, no es más que una nueva disposición del campo de fuerzas en el que se despliegan las tecnologías de la propaganda y sus regímenes de veridicción, ahora en medio de la llamada sociedad del conocimiento y las recientes mutaciones del neoliberalismo.
De esta manera, en el escenario actual, nuevas tecnologías de la propaganda parecen estar tomando forma, sus regímenes discursivos y sus prácticas correlativas van de la mano con la aparición de las fake news en las redes sociales, pero también con el empleo de bots para convertir hashtags en trending topics, con la utilización del marketing viral para el posicionamiento de marcas y slogans, el astroturfing en las campañas políticas, la nueva denominación de la relaciones públicas como el spin y el news managment y otras técnicas recientes de la comunicación política, que reformulan el saber sobre el gobierno del público a comienzos del siglo XXI. Es justamente en este campo de fuerzas y estrategias, en medio del escenario digital y de la convergencia mediática, donde se hace más necesario que nunca el rastreo y el análisis crítico de las tecnologías de la propaganda, no para denunciar simplemente su falsedad o veracidad, sino más bien para disputar sus “efectos de verdad”. Es en ese punto donde las tecnologías de la propaganda tendrán que coincidir con cualquier estrategia política y de resistencia en el campo social.
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Con este término nos referimos aquí al “método genealógico” descrito por Michel Foucault, para estudiar la emergencia de las relaciones de fuerzas y su procedencia en los cuerpos, entendidos como superficie de inscripción de los acontecimientos y sus variaciones históricas. La genealogía se inspira en Zur Genealogie der Moral [Genealogía de la Moral] (1887), donde Nietzsche, al realizar la crítica de los valores morales que han regido históricamente a Occidente, rechaza el término Ursprung [Origen], proponiendo en cambio otros dos términos; Herkunft y Entstehung, que Foucault traduce respectivamente como Procedencia y Emergencia. La Herkunft se diferencia de una simple búsqueda del principio unificado de las cosas y su evolución lineal, pues designa más bien el rastreo de las fisuras y la dispersión propia de los acontecimientos. A su vez, no pretende desvelar los principios de identidad del Yo sino recorrer sus lugares de disociación, por ello, la procedencia se refiere también al análisis de los cuerpos y los conflictos que los rodean. En ese sentido, la genealogía se localiza “en la articulación del cuerpo y de la historia”, en tanto, muestra al “cuerpo totalmente impregnado de historia, y la historia arruinando al cuerpo”. Por su parte, la Entstehung tampoco es una búsqueda de la “quimera del origen” y de los desarrollos ininterrumpidos, ya que la emergencia es más bien “la entrada en escena de las fuerzas; su irrupción, el impulso por el que saltan a primer plano”. En Nietzsche, la emergencia se refiere a la aparición de los choques de fuerzas que una y otra vez se producen en los intersticios históricos, al despliegue de enfrentamientos que Foucault traduce como la puesta en escena de tácticas y estrategias del poder. De esta manera, podemos decir que la genealogía, en tanto que rastreo de la procedencia y la emergencia de los acontecimientos, se opone al impulso de la historiografía tradicional de disolver los sucesos en una continuidad ideal –ya sea bajo la forma de un movimiento teleológico o del encadenamiento natural– planteándose más bien como el análisis histórico de las discontinuidades del poder y de la irrupción de los acontecimientos discursivos y sus prácticas subyacentes (Foucault, 1988, p. 24-42). En ese sentido, lo que proponemos en este artículo no es desplegar una historia lineal de la propaganda sino una genealogía de la emergencia y la procedencia de sus “tecnologías de gobierno”.
Utilizamos aquí esta fórmula aludiendo conjuntamente a la gubernamentalidad liberal y neoliberal pues, como bien lo ha señalado Foucault, uno de los puntos comunes de estos dos modos de racionalidad de gobierno es el régimen de veridicción que opera en ellas el mercado, aunque esto no quiere decir que sean prácticas gubernamentales homogéneas. De hecho, en la racionalidad de gobierno neoliberal la cuestión fundamental ya no es el viejo laissez-faire, sino la capacidad del mercado para convertirse en un principio activo de formalización de la competencia, pero también de formalización del propio Estado y su legitimidad. Así, el régimen de veridicción del mercado ya no funciona simplemente como un principio de autolimitación interna del poder estatal –como ocurre en la gubernamentalidad liberal–, sino que los principios formales de una economía de mercado se vuelven el índice de un arte de gobernar la sociedad, entendiéndola ahora como un conjunto de empresas individuales y gestionando su competencia en todos los ámbitos vitales, elemento característico del neoliberalismo (Foucault, 2006; 2009).