Debates teórico-metodológicos acerca de reconocimiento e interculturalidad
Theoretical and methodological debates about recognition and interculturalism
Ricardo Salas Astrain
Universidad Católica de Temuco
rsalas@uct.cl
Recibido: 15 de septiembre de 2014
Aceptado: 25 de noviembre de 2014
Palabras Claves • Pensamiento Crítico / Reconocimiento / Identidades / Comunicación.
Key Words • Critical Thinking / Recognition / Identity / Communication.
Introducción
Para clarificar la crisis actual de los relatos del capitalismo nos parece interesante indagar en el estatuto filosófico de una teoría crítica del reconocimiento, que asuma las diferentes interpretaciones de las “luchas del reconocimiento” (Renault, 2007), pero antes es preciso indagar el origen histórica de dicha cuestión. Inicialmente el reconocimiento era una noción jurídica propia de la sociedad burguesa relativa al principio de igualdad, tal como lo señala Sauerwald. Este último autor (2008) considera que los dos antecedentes germanos de esta problemática son el kantismo y el hegelianismo: para Kant el derecho es la condición por la cual la libertad de cada uno es compatible con la libertad de otro, lo que implica un reconocimiento del otro por principio como igual a mí, equivalente y de la misma categoría; este concepto es la base de la convivencia en la sociedad y el fundamento de la moral. Con Hegel el concepto se dinamiza como lucha por el reconocimiento, una lucha paradigmática entre amo y esclavo, tal como lo va tratar en su fenomenología del espíritu.
Empero, la cuestión del reconocimiento necesita ser cuestionada a través de un camino filosófico que supere este marco del pensamiento burgués, por el que se puede criticar y romper con el ideal del individualismo liberal que se ha difundido en los dos últimos siglos, y que de algún modo se expande con el capitalismo global (Caillé & Lazzeri, 2009). Hoy se requieren generar espacios teóricos nuevos que avancen una reflexión acerca del otro humillado y que recoja lo que es común de la experiencia socio-cultural del sufrimiento, interrogarse por el sentido de las humillaciones que marcan una comunidad de vida. En un libro colectivo Gómez-Müller (2009) ha mostrado que este sentido de lo que une a los sujetos en el sufrimiento social es justamente uno de los temas preferidos de las propuestas interculturales que surgen para dar cuenta de la negación del otro en otros contextos.
Este trabajo avanza acerca entonces de la cuestión teórica del reconocimiento en algunos filósofos y explicita también algunas interpretaciones que hacen unos de otros, como en las lecturas que ellas han posibilitado de cara a la sociedad moderna tardía. Se trata de este modo de demostrar que las teorías contemporáneas del reconocimiento, tal como aparecen desarrolladas en los libros La lucha del Reconocimiento de A. Honneth, Les puissances de l’expérience de J.M. Ferry y El multiculturalismo y las políticas del reconocimiento de Ch. Taylor responden a una matriz filosófica que aunque proviene de la tradición hegeliano-marxista tienen una deuda fuerte con el pensamiento fenomenológico-hermenéutico de la racionalidad práctica, y por ello no descuida las experiencias de los sujetos históricos.
En la actualidad, tal como lo indica Ricoeur, sabemos que no existe una teoría unificada del reconocimiento. Tenemos sí obras importantes acerca de la cuestión de la lucha del reconocimiento que se inspiran entre las diferentes tradiciones filosóficas y por lo que se hace preciso realizar un trabajo teórico de confrontación y diálogo entre las posiciones en disputa y de las raíces respectivas para escudriñar el debate teórico-metodológico. En las perspectivas teóricas de Honneth, Ferry y Taylor aparece un concepto de reconocimiento que precisa de una debida crítica por la que es preciso definir claramente los contornos principales del reconocimiento: necesitamos así entender que la conceptualización de la Annerkenung, es propiamente de cuño europea y es preciso hacer un cuestionamiento que nos abra a otras tradiciones y autores que permitan avanzar en una conceptualización político-cultural diferente donde las consecuencias del capitalismo asumen otras consecuencias. Esto es lo que encontramos en la tradición latinoamericana y que se expresa por ejemplo en algunos textos de Roig y Fornet-Betancourt.
Una primera lectura entrecruzada pone de manifiesto diferentes acentos y matices que son de algún modo parte del status questionis de la teoría contemporánea del reconocimiento, y que alude al modo diferenciado de clarificar el concepto. Partiremos de la teoría del reconocimiento de Axel Honneth tal como ha sido elaborada en Kampf um Anerkennung-Zurmoralischen Grammatik sozialerKonflikte (Frankfurt, 1992). En este primer libro uno encuentra el resultado de una reconstrucción crítica del joven Hegel de Jena, donde los elementos teológicos anteriores ya se han ido debilitando. Honneth encontró en este Hegel determinadas formas: el amor en el ámbito familiar/privado, el derecho en el ámbito público societal y la solidaridad en el ámbito comunitario. No es difícil descubrir allí un pensamiento dialéctico, que sigue de etapa en etapa, la lucha por el reconocimiento y lo dirige ante todo desde la humillación, es decir, de las respectivas formas negativas del reconocimiento que son maltrato/violación; desposesión de los derechos/exclusión e indignidad/injuria. Es una gramática moral de los conflictos sociales porque la teoría sirve para aprender a interpretar, es decir calificar y así justificar los conflictos sociales, deletreándolos como justos: los no-reconocidos, menospreciados y humillados aprenden a darse cuenta gracias a ella de lo injusto de su situación para indignarse y levantarse de la opresión que significa su no-reconocimiento. Estas ideas son relevantes porque justamente el discurso y la práctica religiosa apuntan normalmente a definir el estatuto de la vida privada de los creyentes (entorno familiar), y desde ahí analizar el proyecto de construir una sociedad religiosa o secular, amén de las grandes dificultades para que los creyentes vivan plenamente su fe.
La relevancia de las tesis centrales de A. Honneth en La lucha por el reconocimiento radica en que los conflictos sociales, de acuerdo con su gramática, pueden deletrearse como una lucha por el reconocimiento. La novedad de la teoría de Hegel es haber superado lo que en la tradición de Maquiavelo y Hobbes había dominado la interpretación de estos conflictos como conflictos para la autoconservación, para la pura supervivencia. Honneth insiste en que el reconocimiento no es alternativa de autoconservación, sino que es una necesaria ampliación y por ello superación de la categoría que hoy por hoy se percibe. Esta idea es clave para entender el conflicto que se plantea en muchos lugares del planeta donde la lucha contra el otro define fuertemente la identidad de los sujetos y colectividades.
La tarea de una tal reconstrucción crítica desde Hegel a Habermas hace patente a Honneth, al afirmar el legado crítico de la corriente principal de la filosofía política actual, con su concepto liberal de justicia para identificar normativamente injusticias sociales, una crítica social solo contextual, sin aquella inserción que identifica las injusticias con cierto tipo de sociedad. Pero a su vez la conciencia de la pluralidad de las culturas y la experiencia de la disparidad de los movimientos sociales de emancipación contribuyen a bajar la expectativa respecto al rol de una crítica total. Resulta una lucha así en dos frentes: para tener en cuenta lo que surgió en la modernidad tardía, bajo los conceptos de multiplicidad o pluralidad o historicidad, hay que revisar críticamente el tipo de racionalidad que preconizó la Teoría Crítica y, en segundo lugar, en contra las tendencias actuales, neutralizar lo que ha sido el fuerte de la Escuela de Frankfurt. Por tanto, Honneth busca rescatar los rasgos fuertes de la Crítica social, oponiendo el tipo de intelectual normalizado o funcional, que se ha difundido en las últimas décadas.
Las ideas de Charles Taylor son asimismo fecundas porque han introducido una serie de argumentos relevantes a favor de una política del reconocimiento que aparecen en su libro ya famoso Multiculturalism and the Politics of Recognition (Princeton, 1992). En todo caso, sus argumentos filosóficos tienen que ver, entre otras cosas, con la afirmación del principio de respeto a las minorías y con el hecho de que el multiculturalismo es hoy una realidad que se extiende por el mundo y que exige una política abierta al reconocimiento de las diferenciaciones culturales y de las metas colectivas. Sin duda, muchos de sus razonamientos están apoyados en la experiencia del movimiento socio-cultural en defensa del Quebec, donde una sociedad ciertamente liberal ha puesto en práctica, sin embargo, una política de protección a la lengua y a la cultura francesa dentro del territorio canadiense. Estas perspectivas son claves para entender el estatuto de una visión política en el mundo plural.
Él sostiene que el discurso del reconocimiento, se ha vuelto familiar para nosotros en dos niveles: primero en la esfera íntima, donde comprendemos que la formación de la identidad y del yo tiene lugar en un diálogo sostenido y en pugna con los otros significantes. Y luego en la esfera pública, donde la política del reconocimiento igualitario ha llegado a desempeñar un papel cada vez mayor. (Taylor 1993: 59).
En la esfera pública se trata de plantear el problema de si en una sociedad democrática puede conciliarse el trato igualitario para todos los individuos con el reconocimiento de las diferencias específicas que dentro de esa misma sociedad se manifiestan.
Taylor analiza, a ese respecto, dos fenómenos ocurridos en estos últimos siglos, cuya comprensión puede contribuir a entender ese problema y aportar a su solución. El primero consiste en el desplome de las jerarquías sociales que servían de base al honor, concepto asociado a la desigualdad, y su reemplazo por el moderno concepto de dignidad, relacionado con la idea de universalidad e igualdad entre los hombres.
El segundo fenómeno tiene que ver con la nueva interpretación de la identidad, en el sentido de individualizarla, considerarla como propia de uno mismo, lo que a su vez se asocia a la idea de ser fiel a sí mismo y al particular modo de ser de cada individuo. “Con el tránsito del honor a la dignidad –razona Taylor- sobrevino la política del universalismo que subraya la dignidad igual de todos los ciudadanos, y el contenido de esa política fue la igualación de los derechos y los títulos” (Taylor 1993: 60). Por contraste, el segundo cambio -el desarrollo del concepto moderno de identidad- hizo surgir la política de la diferencia. Así, la política de la dignidad tiende a establecer un conjunto idéntico de derechos e inmunidades.
En cambio, la política de la diferencia exige que sea reconocida la identidad única de cada individuo o grupo, el ser distinto de los demás. Esta condición de ser distinto es, precisamente, la que según Taylor se ha pasado por alto, ha sido objeto de glosas y asimilada por una identidad dominante o mayoritaria. Por eso mismo, la política de la diferencia ha estado llena, señala, de denuncias de discriminación y de rechazos a la ciudadanía de segunda clase.
No resulta extraño, entonces, que estos dos modos de política entren en conflicto. Sobre esto, citemos un texto extenso, pero muy clarificador:
Para uno, el principio del respeto igualitario exige que tratemos a las personas en una forma ciega a la diferencia. La intuición fundamental de que los seres humanos merecen este respeto se centra en lo que es igual en todos. Para el otro, hemos de reconocer y aun fomentar la particularidad. El reproche que el primero hace al segundo es, justamente, que viola el principio de no discriminación. El reproche que el segundo hace al primero es que niega la identidad cuando constriñe a las personas para introducirlas en un molde homogéneo que no les pertenece de suyo. Esto ya sería bastante malo si el molde en sí fuese neutral: si no fuera el molde de nadie en particular. Pero en general la queja va más allá, pues expone que ese conjunto de principios ciegos a la diferencia -supuestamente neutral- de la política de la dignidad igualitaria es, en realidad, el reflejo de una cultura hegemónica. Así, según resulta, sólo las culturas minoritarias o suprimidas son constreñidas a asumir una forma que les es ajena. Por consiguiente, la sociedad supuestamente justa y ciega a las diferencias no sólo es inhumana (en la medida en que suprime las identidades) sino también, en una forma sutil e inconsciente, resulta sumamente discriminatoria. (Taylor 1993: 67).
En resumidas cuentas, el paradigma del reconocimiento se condensa en la postura de Taylor en tres tópicos: uno, el dolor moral, de identidad; dos, la necesidad igualmente moral del reconocimiento; y tres, la exigencia política, y la correspondiente política del reconocimiento, que es a la vez una política de la identidad y una política de la diferencia. Nos parece que el filósofo francés J.M. Ferry, ha expuesto con mucha nitidez este problema del orden del reconocimiento, en el prólogo de su obra: Les puissances de l’éxperience (1991). El indica aquí con mucha fuerza que: “…mi ambición inicial es reconstruir las condiciones según las cuales se efectúa el reconocimiento de los individuos y de las naciones en el mundo en el que vivimos” (Ferry: 7).
De un modo general lo que es significativo para la hipótesis de nuestro trabajo es que sobre todo en el segundo volumen de esta obra se plantea la cuestión de la identidad contemporánea en relación a las formas actuales de comunicación para pensarlas en su dimensión política ya que aquí se juega la cuestión central del espacio público: “Del mismo modo, la comunicación política es el principio fundamental de la ciudadanía. Se trata de reclamar menos a los medios de ‘un acceso igual para todos’ que transformar en profundidad las prácticas que obstaculizan una verdadera comunicación política” (Ferry, 1991, II, 11). En otras palabras, la tesis de Ferry es recordar que el ciudadano nace solamente del acto jurídico ideal que reconoce en él una disposición a la reciprocidad (Ferry & Lacroix, 2000, 369).
En este segundo tomo Ferry elabora una teoría de la sociedad considerando la constitución del espacio público. La tesis que propone es: “Hoy día, el reconocimiento de las personas es mediatizado por reguladores sociales que, como el signo monetario y la regla jurídica, se substituyen a la intersubjetividad natural” (Ferry: I, 19). En otras palabras, lo que se quiere destacar es que las sociedades capitalistas complejas para asegurar su reproducción han sustraído la racionalidad comunicativa del mundo de la vida. Esto tiene varias consecuencias, como que el sentido que porta las tradiciones pierde credibilidad y la identidad moral de las personas debe regirse sobre los registros sistémicos impuestos. Esto plantea un problema respecto del espacio público ya que la cultura política se encuentra desprovista de un modelo de espacio público a ofrecer a los ciudadanos que sea hoy día pertinente. Ninguno de estos modelos puede responder a la exigencia de reapropiación de nuestro destino o de nuestra exigencia de autonomía (Ferry: I, 21). Como dice en otra parte, el principio ético del espacio público tiene en cuenta la vulnerabilidad de las personas. De aquí se abre la posibilidad de una relación no simétrica de reconocimiento –un reconocimiento orientado más bien hacia el sufrimiento del prójimo que hacia la libertad del Alter ego” (Ferry, II, 217).
A través de esta formulación, Ferry nos aporta un concepto problemático de la comunicación social. Citemos su diagnóstico acerca de las formas mediáticas de comunicación: “Ellas son problemáticas en la medida que tienden a remplazar las condiciones naturales de la producción y del reconocimiento de las identidades personales. La reproducción cultural de las sociedades parece en lo sucesivo asignado a las condiciones artificiales por una comunicación organizada en formas tales que tienden a suprimir la intersubjetividad natural. Estas condiciones artificiales son muy limitantes, de forma que nuestras exigencias de identidad y de autonomía no pueden ejercerse más que en fórmulas alternativas de una hostilidad global al ‘Sistema’” (Ferry, I, 21), entendido en sus diferentes aspectos: técnico, monetario, fiscal, burocrático, jurídico, democrático, mediático, pedagógico, científico.
Para Ferry entonces la identidad política debe ser reconsiderada bajo el aspecto de exigencias escondidas o rechazadas de reconocimiento. Lo que implica es que antes de la justicia social, lo que cabe exigir es la justicia histórica que consiste en entender y reconocer públicamente los crímenes pasados.
La cuestión de la justicia histórica, entendida al modo de Ferry, permite establecer un vínculo con la dinámica del reconocimiento (Fornet-Betancourt, 2010) ya que implica entender que existen diversas “deudas” que tienen los imperios occidentales que han intentado como fruto de su acción colonizadora cambiar el alma espiritual de los colonizados. Por ello no es de extrañar que muchos pueblos en sus procesos de resistencia frente a un modelo global, busquen en sus tradiciones religiosas, lo propio que caracteriza a su identidad moral. Estas búsquedas no están exentas de peligros, como acontece en las versiones esencialistas que fijan el pasado en una época de oro, o los fundamentalismos que construyen una identidad “pura” que tiene que ver con las decisiones de sus propios dirigentes. En un caso u otro, nos encontramos con movimientos que revitalizan la religión en sus dimensiones más maniqueas, e impiden recuperar el sentido de la experiencia religiosa, en su carácter reflexivo y público.
En este sentido las diversas aristas de la cuestión europea del reconocimiento nos muestra un camino filosófico fecundo por el que es preciso fundar un pensar crítico que rompa con una noción homogénea de la sociedad, critica la idea del individualismo liberal como opuesto a los derechos colectivos y que ha difundido una racionalidad económica global. En estas tres miradas del reconocimiento aparecen elementos teórico-metodológicos que son relevantes para pensar la crisis del relato mediático capitalista y abre por cierto nuevos espacios a una reflexión acerca de lo que es común a la humanidad, al sentido de la comunidad moral y de la asimetría que viven los pueblos del mundo frente a las potencias hegemónicas.
2. Una conceptualización desde Nuestra-América
Empero, aunque estas perspicaces miradas del Norte, dejan de algún modo en evidencia cómo la filosofía política contemporánea ha dado pasos relevantes para responder a la crisis del capitalismo global, nos parece que existe aún una marca con el locus desde donde se enuncia esta crítica y se plantea el reconocimiento de los pueblos. Empero, consideramos que ellas no responden del todo con el pensamiento crítico e intercultural que deriva de horizontes culturales propios de nuestros países. En América Latina existe una tradición de pensar crítica que no se entiende tan rápidamente como un pensar válido para todos los pueblos, ya que surge frente a especificidades histórico-culturales que son marcados profundamente por la lógica de la negación, como lo formulara R. Kusch, en La Negación en el pensamiento popular. A diferencia de la filosofía del norte, las formas económicas y políticas son largamente dependientes y subordinadas a los países del centro, de modo que nuestras identidades se han configurado también como sintiéndose parte de esa economía-mundo, de esa político-mundo, y de esa cultura-mundo. Mencionemos solamente y de un modo muy breve algunas breves ideas de este pensar desde el sur, que nos aparecen relevantes para esclarecer esta categoría del reconocer entre nosotros: uno que proviene de la tradición crítica argentina, y los otros de la tradición crítica cubano-alemana, nos referimos a los aportes de Roig, y de Fornet-Betancourt.
El filósofo mendocino Arturo Andrés Roig, ha marcado el debate latinoamericano con su libro Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano (1981), a partir de sus tesis a propósito de un a priori antropológico: querernos a nosotros mismos como valiosos, y como consecuencia, tener como valiosos el conocernos a nosotros mismos, donde él considera que el tener como valioso el conocernos a nosotros mismos exige una forma de reconocimiento. A la pregunta roigiana ¿qué hemos de hacer los americanos?, él responde: “Pues volvernos hacia nosotros mismos, ejercer una forma de reconocimiento, de lo que nos negamos a reconocer” (Roig, 1981, 11 ss). Ese ejercer, una forma de liberación, podría llamarse sencillamente una lucha por el reconocimiento, aquí en términos de Martí, la lucha por el reconocimiento de Nuestra América. Siguiendo las palabras de Hegel, el reconocer aparece como un verbo reflexivo, como justamente una forma de reconocimiento: para querernos a nosotros mismos como valiosos, nosotros tenemos que reconocernos. Pero en este sentido, Roig hace una relectura de Hegel, defiende a Hegel en contra de Hegel; criticando la lógica y la ontología hegelianas, Roig insiste en la subjetividad porque insiste en los entes históricos como sujetos empíricos, sujetos capaces de hacer sus experiencias, lo que es la vida.
Por su parte el filósofo cubano Raúl Fornet-Betancourt ha propuesto un vasto proyecto de filosofía intercultural, donde tal filosofar no tendría que renunciar a la universalidad y a la comunicación, donde la interculturalidad aparece como una “exigencia normativa que brota de la realidad misma de nuestra situación histórica, y del reto de la convivencia solidaria en una humanidad diseñada por diferencias singulares e insustituibles” (Fornet-Betancourt, 2006, p. 51). En su libro La transformación intercultural de la filosofía aparece fuertemente la temática de una filosofía que se hace bajo una forma universal y contextual definiendo una constitución dinámica de la subjetividad humana. En otras palabras, Fornet-Betancourt quiere abrir la filosofía a la “práctica de un universalismo concreto centrado en el valor de la hospitalidad y de la justicia”.
A partir de estas ideas, él critica la fuerte tendencia de la filosofía europea occidental en cuanto quiere dominar a los contextos: “Las contextualidades son topologías de lo humano y por eso su recuperación es indispensable para rehacer el mapa antropológico de la humanidad en toda su diversidad” (Fornet, 2003, 56), y por ello aboga con fuerza por una des-occidentalización de la misma, pero donde lo esencial es avanzar hacia una actividad política emancipadora consecuente con los verdaderos sujetos reales. Nos dice: “Reformulando la política como la praxis comunitaria de sujetos contextuales, la filosofía la asume como la dimensión en que su exigencia ética se hace mundo, es decir se concretiza en mundos justos que responden a las necesidades de vida digna de sus sujetos” (Fornet, 2003, 58).
Aunque Fornet-Betancourt no hace casi referencias explícitas a Honneth ni a Taylor, aparece en sus textos la mención a la lucha por el reconocimiento en una sociedad multicultural, y considera que con ella se acierta en cuanto responde al hecho de la pluralidad humana y la exigencia de buscar mejores formas de convivencia humana, pero cuestiona si su política del reconocimiento puede separarse del marco jurídico de la democracia formal liberal. Nos dice acerca de la filosofía intercultural: “Como toma de conciencia de los límites y de la medida de lo que culturalmente podemos expresar, el reconocimiento de la contextualidad es inseparable de la experiencia de que las diferencias son insustituibles” (Fornet, 2003, 58). En este sentido, las cercanías con el pensar de J.M. Ferry son mucho más claras.
En cualquiera de ambas posiciones, Roig y Fornet-Betancourt invitan a elaborar un pensar que no sólo haga un diagnóstico de la crisis de los relatos en el capitalismo avanzado, sino que nos proponen una adhesión a las búsquedas de auto y hetero-reconocimiento que están presentes en nuestro pensar y en nuestras prácticas. No se trata sólo de categorías, sino de un estilo comprometido de vida que nos haga asumir el partido de aquéllos que en Nuestramérica no han sido valorados en un ejercicio de visibilización de aquello propio que se ha dejado de lado, para parecernos a otros que marcan las tendencias del mundo actual.
En este sentido uno de los problemas teórico-metodológicos es la necesidad de asumir la crisis actual de los relatos en el marco de una crisis radical de la modernidad, pero no desde cualquier lugar. La principal cuestión del reconocimiento estriba en partir de un locus que enraíce el pensar y nos haga asumir todo lo que ha constituido nuestra historia, pero no la historia de las élites, ni de las capitales de nuestros países o de alguna institución religiosa o militar. Se trata de repensar la historia de los sucesivos atropellos a la dignidad de las personas y de las comunidades de vida, para partir de las experiencias socio-culturales de sufrimiento que invitan a reparar y avanzar en otras sendas (VVAA, 2009).
Por ello la cuestión del estatuto de la alteridad absoluta es la única que permite sacar a los seres humanos del predominio de una racionalidad instrumental que nos reduce a cosas y a cálculo como lo hace el capitalismo que se ha expandido a nivel planetario e impone las lógicas de sus sistemas. En este giro teórico-metodológico propuesto por la cuestión del reconocimiento reaparece con toda su fuerza el sentido ético, político y jurídico del ser humano (Sidekum& Hahn, 2007). De esta manera, la cuestión del reconocimiento no remite tanto a un procedimiento racional para establecer la comunicación simétrica de interlocutores, sino sobre todo a establecer las bases conceptuales mínimas para asumir la diversidad de razones que se enfrentan en una “disputa de reconocimientos” en una situación conflictiva dada. Una visión ético-política reconoce que las voces a-simétricas no pueden reconocerse nunca en un saber universal totalmente transparente. Este era el adiós definitivo a la tesis hegeliana del saber absoluto desde la que parte el problema del reconocimiento.
El recurso a la racionalidad discursiva se mantiene, entonces, al interior de la propia constelación cultural como frente a las otras formas culturales extranjeras, pero es una discursividad caracterizada por una perspectiva trágica de la razón universal y del diálogo siempre limitado de lo humano, que necesita entregar el espacio necesario para una construcción de poderes fácticos que no siempre se hacen en pos de una humanidad. No es posible ya sostener una noción fuerte de la razón que defina la humanidad; porque no sólo en el terreno de la abstracción se pueden justificar los niveles de reflexividad y crítica necesarios para establecer un acuerdo dialógico plenamente universal, pero tampoco se puede consolidar un ejercicio hegemónico sin reconocer la perversión del poder que se totaliza. En este terreno, es preciso que la ética discursiva demuestre que no sólo en el contacto con las otras culturas sino al interior de la propia configuración cultural se encuentra con las figuras del consenso y del disenso, que obliga a asumir los riesgos de la actividad política.
Referencias Bibliográficas
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Ferry, J. (1991). Les puissances de l’expérience. Paris: Cerf, 2 tomes.
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Fornet-Betancourt, R. (2010). La Filosofía Intercultural y la dinámica del reconocimiento, Temuco: Cátedra Fray Bartolomé de las Casas.
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Gómez-Müller, A. (2009). La reconnaissance: réponse a quels problémes? Paris, L’Harmattan.
Honneth, A. (1992). Kampf um Anerkennung-Zurmoralischen Grammatik Sozialer Konflikte, Frankfurt (trad. Castellana Barcelona, 1997).
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Sidekum y Hahn (Eds.) (2007). Pontes Interculturais. São Leopoldo: Nova Armonía.
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