Del origen del lenguaje y sus derroteros actuales
Lorena Antezana Barrios
lorena.antezana@gmail.com
Universidad de Chile
El origen del lenguaje ocupa un lugar importante en el debate sobre el origen del hombre por su relación con el pensamiento – atributo fundamental de la especie humana. La necesidad de definir la brecha entre el hombre y el “mundo animal” se ha hecho sentir en diversas formas. En un mundo estático –donde no tenía lugar el paso del tiempo- las diversas formas de vida eran consideradas producto, no de la evolución sino de la creación directa. De aquí la idea del origen divino del lenguaje (Rossi- Landi, 1992: 47), pensamiento que entra en crisis con el nacimiento de la cultura de la Ilustración. El problema fundamental era el papel del lenguaje y la sociedad en el surgimiento del hombre desde el mundo animal. Este es uno de los puntos iniciales de la reflexión realizada por Trillos en el primer apartado de su libro: “Filosofía del lenguaje”.
Queda en evidencia, a lo largo de texto, que el lenguaje no surgió, sencillamente, de una necesidad general de comunicación, sino de la necesidad de un determinado nivel de comunicación derivada de un cierto tipo de organización social, y que fue posible gracias al estado de comunicación ya existente. El lenguaje humano se puede considerar la expresión de una contribución adicional del sistema nervioso a la formación de imágenes mentales, análoga a la contribución de los sistemas sensorial y asociativo del cerebro. Esto supone una mente capaz de separar imagen y objeto, palabra y cosa, referencia y objeto referido. Y, además, de tener la capacidad de referirse a algo que no está presente, que no existe. Esta discusión en torno a lenguaje y pensamiento está contenida en la segunda parte del libro: “Hominización del lenguaje”.
A lo largo de la historia de la civilización, muchos han hecho hincapié en la existencia de una diferencia irreductible entre el mundo y nuestra experiencia de él. Como seres humanos, nosotros no actuamos, directamente, en el mundo. Cada uno de nosotros crea una representación del mundo en que vivimos, es decir, un mapa o un modelo que nos sirve para generar nuestra conducta. En gran medida, nuestra representación del mundo determinará lo que será nuestra experiencia de él, el modo de percibirlo y sus opciones (Bandler y Grinder, 1980: 27) por lo que existe, necesariamente, una diferencia entre el mundo y cualquier modelo o representación del mismo y los modelos que cada uno de nosotros construya.
Uno de los aportes más interesantes de la propuesta reflexiva de Trillos se encuentra en el capítulo IV: “Desarrollo del lenguaje”, en el cual aborda las distintas etapas constitutivas del mismo, desde el reptiliano o instintivo al primitivo o pre lingüístico, pasando por el límbico o emocional. Etapas todas previas al lenguaje lógico que sería el que da origen al pensamiento simbólico. Sin embargo, no es posible reducir las acciones naturales a la lógica (Varela, 1998) pues el sistema de lenguaje es una estructura de relaciones, y la posición de cada miembro de la comunidad dentro de esta es un aspecto importante a considerar en el proceso de individuación, en la constitución de los individuos como tales. No podemos olvidar que, mientras el sistema condiciona lo que somos en tanto individuos, no es menos válido que somos nosotros, en tanto individuos, los creadores de ese mismo sistema (Echeverría, 2003).
Durante milenios, uno de los instrumentos más importantes de esta socialización fue la “educación espiritual” llevada a cabo por los antiguos sacerdocios. Como parte integral del poder del estado, estos cleros servían y pertenecían a las elites masculinas que en todos los ámbitos gobernaban y explotaban al pueblo (Eisler, 2006: 94). Si bien el texto de Trillos enuncia el aporte de la mujer en la adquisición del lenguaje, lo hace desde una perspectiva claramente masculina que relega a la misma a una función doméstica y reproductiva cuya explicación sería la de roles sociales predeterminados por la biología.
No estoy de acuerdo con esta explicación puesto que, al triunfo del hombre sobre la naturaleza le sigue (es más, van de la mano) la preeminencia del hombre sobre la mujer. El orden masculino-dominante queda establecido entre los dioses griegos, y el viraje por tanto de las normas solidarias a las dominadoras. Las representantes del poder de la mujer son soterradas como figuras menores y prácticamente marginales en un panteón dominado por dioses masculinos. (Eisler, 2006: 90-91). Los relatos “normalizadores” de la sociedad que nos llegan en la actualidad van en esta línea, pero no son los únicos posibles, en forma directa por vía de la coerción personal, e indirectamente mediante intermitentes demostraciones sociales de fuerza como las inquisiciones y ejecuciones públicas, se desmantelaron sistemáticamente las conductas, actitudes y percepciones que no se conformaran a las normas dominadoras. Este condicionamiento por el miedo llegó a ser parte de todos los aspectos de la vida cotidiana, afectando la crianza de los niños, las leyes, las escuelas. Y a través de éstos y otros instrumentos de socialización, el tipo de información replicativa necesaria para establecer y mantener una sociedad dominadora masculina se distribuyó a lo largo de todo el sistema social.
Creo que más que la biología es la cultura la que organiza las relaciones sociales. En esa misma línea, otra lectura posible para explicar el mayor número de mujeres que en la actualidad ingresa a las carreras de comunicación, más que por “las singularidades anatómicas y fisiológicas del cerebro femenino […]” (Trillos, 2011: 124) podría “estar en sintonía con la pérdida de prestigio de la profesión” (Damian et al: 2009).
El autor también plantea, en el capítulo VI: “El lenguaje en la sociedad de la información”, que gran parte del desarrollo científico y de los grandes adelantos tecnológicos derivados de éste responden a las necesidades de la guerra y que “[…] es el deseo, la codicia, el poder y otras pasiones las que han impulsado a los hombres en guerra por el camino de la ciencia […]” (Trillos, 2011: 170), pero también está el amor, que no responde a la lógica necesariamente, y que ha sido el artífice de no pocos descubrimientos científicos -como ejemplo tómese la invención de los guantes quirúrgicos en 1894 por el médico William Halsted-.
Si hasta el siglo XVII, la esfera del lenguaje abrazaba casi la totalidad de la experiencia y de la realidad, hoy su ámbito es mucho más estrecho: “el mundo de las palabras se ha encogido” (Steiner, 1994: 49). El verdadero problema radica no en el número de palabras disponibles, sino en el nivel en que utiliza el lenguaje el uso corriente actual. De esta manera, además de la palabra aparece la música, las matemáticas y el silencio como alternativas comunicativas, y la imagen por cierto. En este último punto es necesario recordar que a la imagen le preexiste la visión y es la experiencia de la visión, elaborada por la imaginación, la que es modelada por las tradiciones y convenciones culturales de cada contexto social. “No es ocioso recordar que se aprende a mirar –a seleccionar e interpretar el campo de lo visible- antes de aprender a hablar. Es decir lo sensorial precede biológicamente a lo conceptual” (Gubern, 2005: 15).
El autor queda en deuda con el desarrollo de la última parte del libro, en que deja planteado el desafío de asumir la educación universitaria en un contexto digital como el actual, pero que no alcanza a profundizar. Sin embargo, hay que destacar su aporte en una revisión minuciosa y detallada –desde una perspectiva crítica y reflexiva que a veces resulta un poco irónica— acerca del lenguaje y su rol social desde la biología y la cultura, y que, como bien sintetiza Ballesteros en el prólogo del libro “Estamos diciendo que la gran diversidad cultural que ha construido el hombre es el resultado del desarrollo de nuestra biología; una cerebración singular que nos ha permitido un impresionante grado de perfección del pensamiento y el lenguaje” (Trillos, 2011: 14).