Paisajes en descomposición:
Los discursos de la crisis y su colapso en el relato de cine
Rotting landscapes:
Discourses of the crisis and their collapse in the stories film

Jordi Revert Gomis
revert.jordi@gmail.com
Universidad de Valencia

Recibido: 15 de abril de 2013
Aceptado: 14 de mayo de 2013

Palabras Claves  •   Crisis / Lenguaje / Discurso / Colapso / Cine.

Key Words • Crisis / Language / Discourse / Collapse / Cinema.

Introducción
Habitualmente, es el 15 de septiembre de 2008 la fecha que se da por buena a la hora de marcar el pistoletazo de salida oficial a la mayor crisis financiera del capitalismo. Ese día tuvo lugar un acontecimiento que sirvió, para la escritura historiográfica, como siguiente eslabón en el que fijar su relato en continua progresión: la compañía global de servicios financieros Lehman Brothers se declaraba en quiebra, anuncio que desencadenaría la caída de otras grandes entidades y el consabido derrumbe económico en el que se vería sumido buena parte del mundo occidental en los años siguientes. Por supuesto que la fecha no hace más que conferir el carácter de hito referencial para un subrelato más complejo e invisible que venía gestándose desde tiempo atrás, dentro de la lógica cíclica de las cada vez más acentuadas depresiones y bonanzas del sistema capitalista. Pero dicha referencia, más allá de su oportuna identificación con lo concreto, bien podría valer como convencional punto de no retorno para terminar de escribir la inversión perversa de ese fin de la Historia propuesto por Hegel. Si la Historia debía aprender capítulo tras capítulo de sus errores, hacia un horizonte más optimista de racionalidad y libertad, hoy esa meta parece más alejada que nunca, en tanto que los errores se repiten con mayor virulencia y sus efectos colaterales se cobran más y más víctimas en cada una de sus curvas. Lo ilustra bien una de las escenas finales de Margin Call (J.C. Chandor, 2011), en la que el tiburón de Wall Street interpretado por Jeremy Irons llega a cuestionar el proceso de espectacularización que la película de Chandor lleva a cabo de los hechos de aquel día de septiembre, inscribiendo la nueva debacle en una imbatible lógica histórica en la que la depredación financiera y los periodos de recesión se dan una y otra vez sin remedio. Más bien, seguiría vigente el concepto marxista de la Historia como arena donde tiene lugar la lucha de clases, y el Fin de la Historia como esa Arcadia posterior a su desenlace en la que el ser humano ha alcanzado el poder de decidir su destino. Solo que en esa lucha de clases, la lucha se hallaría en un punto de peligrosa dispersión, en que las tensiones ya no se dan entre estratos y estamentos próximos entre sí, sino que se produce una progresiva polarización en la cual la clase media ha sido eliminada.

Este nuevo escenario es una proyección y amplificación brutal de un episodio ya conocido, la Gran Depresión que asolara la economía estadounidense y golpeara también la global en la década de los 30. Y en ambos casos, esos capítulos traumáticos de la Historia han encontrado manifestaciones artísticas que evaluaran sus efectos sociales y reflexionaran sobre ellos desde distintos enfoques. En su artículo “Indiewood y las narrativas de la crisis. La vigencia del arquetipo doméstico del New Deal” (SÁNCHEZ-ESCALONILLA, 2013), Antonio Sánchez-Escalonilla establecía un vínculo entre directores del Hollywood clásico como John Ford, William Wyler, Frank Capra, Mervyn Leroy y King Vidor, y cineastas actuales como Jonathan Dayton y Valerie Faris, Jason Reitman y Tom McCarthy, inscritos en ese discutible espacio del cine independiente denominado Indiewood. Según el autor, ambos grupos de realizadores, en dos momentos distintos de grave recesión económica, propugnaban representaciones similares de hogares y familias sometidos a la crisis. Esto activa una de las ideas que estimulan el presente texto: si los relatos de la última crisis reproducen esquemas, contextos y retratos del cine de la Gran Depresión, las narrativas que corresponden a cada uno de esos periodos no escaparían del todo a modelos que se institucionalizan a través de la constancia de rasgos, estrategias y géneros. Entre esos modelos, por ejemplo, podríamos identificar la comedia dramática tocada de optimismo antropológico, reconocible en películas como Up in the Air (Jason Reitman, 2009) o The Company Men (John Wells, 2010), las cuales entroncarían con la tradición capriana que bien representa ¡Qué bello es vivir! (What a Wonderful Life!, Frank Capra, 1934). También el documental, como una de las herramientas preferidas para dar cuenta de causas y realidades de la crisis en títulos como La doctrina del shock (The Shock Doctrine, Michael Winterbottom y Matt Whitecross, 2009), Inside Job (Charles Ferguson, 2010) y Capitalismo: Una historia de amor (Capitalism: A Love Story, Michael Moore, 2010), halla su lejano antecedente en el trabajo documentalista de Pare Lorentz en los años siguientes al crack de la bolsa. Si existe realmente una tendencia que en los últimos haya marcado una cierta novedad en el ámbito de las narrativas de la crisis respecto a los tiempos de la Gran Depresión, esta pasa por la espectacularización de los acontecimientos señalada a propósito de Margin call, también rastreable en ficciones con vocación cronista como Too Big to Fail (Curtis Hanson, 2011). Un enfoque, por cierto, que habla del acceso de las narraciones de la crisis a la dimensión mitológica con la que el cine a menudo gestiona la historiografía, y que resulta algo peligroso en tanto que aísla los hechos de un mayor y más sólido marco de reflexión que trascienda la mera circunstancialidad histórica.

Así pues, los modos de representar y de contar la crisis, si bien no están agotados e incluso gozan de buena salud, en su mayoría ya se inscriben en concretas derivas formales en las que en el impacto queda mitigado, en tanto que ya forman parte de un contrato con el espectador en el que este reconoce su inscripción en coordenadas particulares. Un relato sobre la crisis que realmente aspirara a superar esas limitaciones, por tanto, tendría que abordar un cuestionamiento ya no solo del status quo de la sociedad, sino exceder el momento histórico y poner en duda la validez del discurso oficial que permite que ese momento sea un eco de otro anterior. Una cosmovisión que superara toda barrera contextual en el análisis sería la herramienta más indicada si no fuera prácticamente una entelequia. La alternativa, más interesante, la han ofrecido un grupo de obras y cineastas que en los últimos años han encontrado otra vía para cuestionar ese discurso oficial: desde el mismo lenguaje que lo articula y, por tanto, posibilita los mecanismos de autolegitimación que permiten su prolongación en esa cíclica y depredadora lógica del capitalismo que apuntábamos. Dinamitar el discurso desde el lenguaje es, para estos autores y películas, una forma de arremeter contra las estructuras que han hecho posible, primero, y justificado, después muchos de los efectos perniciosos derivados del escenario de recesión económica. Solo de esa manera pueden anularse las retóricas que los perpetúan: invalidando el orden sintáctico que ha ayudado a generar lugares comunes del discurso invalidamos el orden mismo de la realidad, bien sea como constatación de su fracaso y de la erosión de su credibilidad, o como signo definitivo del colapso. Esta idea mora en las cuatro películas que analizo en los párrafos siguientes, Mátalos suavemente (Killing Them Softly, Andrew Dominik, 2012), Canino (Kynodontas, Giorgos Lanthimos, 2009), Alps (Alpis, Lanthimos, 2011) y Blue Jasmine (Woody Allen, 2013), títulos que, pese a sus aparentes diferencias, despliegan itinerarios comunes en su obsesión por el lenguaje.

1. Erosión y negación:
El discurso después del Apocalipsis en Mátalos suavemente.

En un momento dado de Mercado de futuros (Mercedes Álvarez, 2011), una voz en off puntúa las imágenes con las siguientes palabras: “Un día todos los periódicos comenzaron a hablar de una gran crisis económica. Empleaban las palabras con el mismo significado de siempre. Pero las palabras ya no significaban lo mismo, y el espacio había cambiado”. Estas líneas apuntalan la reflexión del documental de Álvarez, a propósito de la progresiva virtualidad de los espacios y, en general, de una geografía contemporánea cada vez más marcada por lo imaginario e intangible, en la que el futuro se ha convertido en moneda de cambio. También, servirían para ilustrar el recorrido discursivo que lleva a cabo Mátalos suavemente, ficción que nace ya desde el descreimiento, pero que se encarga, como veremos, de propinar ese puñetazo en la mesa que deja clara la imposibilidad de seguir creyendo. La película se basa en la novela negra Cogan’s Trade, escrita por George V. Higgins en 1974 sobre el crimen en los bajos fondos bostonianos. El director Andrew Dominik, sin embargo, traslada la acción al presente y a una ciudad anónima, de la que solo muestra desoladores paisajes del extrarradio. La primera secuencia ya adelanta el tono post-apocalíptico del que se halla imbuido la narración. La cámara avanza siguiendo a uno de los personajes a través de un túnel, al fondo del cual se divisa una explanada llena de basura y bolsas que se arremolinan con el viento. Como sonido extradiegético, escuchamos el discurso de Barack Obama en la convención demócrata que le lanzó como candidato hacia la presidencia. Sin embargo, el radiante optimismo que desprenden las palabras del hoy presidente se ven violentadas por partida doble: por un lado, por la misma naturaleza del escenario al que se enfrenta el espectador; por el otro, en el modo en que los títulos iniciales interrumpen la progresión del travelling, en pantallas negras con tipografías blancas acompañadas de sonidos atonales que rompen el mensaje de esperanza de Obama y activan la idea de interferencia. En su crítica de la película para Caimán cuadernos de cine, Gonzalo de Pedro detectaba la importancia del trabajo sonoro de Dominik como uno de los pilares del relato:
Es probable que gran parte de la carga política de la película se encuentre en la banda sonora, entendida no solo como una selección de canciones, sino como todo un trabajo de sonoridades sincopadas y abruptas en el que los trenes vienen y van, las voces de George Bush (hijo) y Barack Obama se entremezclan entrecortadas con ruidos, disparos y derrapes de coches que terminan por crear un sustrato sonoro viscoso y desestabilizador, una base inestable que funciona como metáfora y retrato de un país desintegrado y tambaleante (DE PEDRO AMATRIA, 2012: 19).

Dicho trabajo sobre el sonido, que en el mismo número Ángel Quintana identificaba como «el mundo histórico que discurre paralelo a las imágenes de la ficción» (QUINTANA, 2012: 6) se desarrolla a lo largo del metraje a través de transmisiones de radio o televisión en los distintos contextos en los que se mueven los personajes, como segundo nivel discursivo que funciona en contraposición al primero (imágenes). En el primero, somos testigos de una trama que involucra los sustratos inferiores del crimen organizado, los cuales se han visto gravemente afectados por la crisis. En los gánsteres y maleantes que pueblan Mátalos suavemente pueden identificarse distintos grados de profesionalidad –desde los drogadictos (Scoot McNairy y Ben Mendelsohn) y el regente de un pequeño comercio (Vincent Curatola) que se embarcan en un golpe suicida al enviado para solucionar problemas que es Cogan (Brad Pitt), pasando por un pequeño jefe local (Ray Liotta) y un asesino a sueldo ya completamente inútil y hundido en el alcoholismo (James Gandolfini)–, pero todos ellos se ven obligados a ajustarse a nuevas condiciones del negocio y a renegociar a la baja sus honorarios. En el segundo, el eufórico discurso del principio de Obama da paso a otro más moderado –durante la escena del atraco a la partida de cartas– en el que se proclama consciente de las preocupaciones de los americanos y habla de un golpe de tres dígitos en el mercado que ha dejado las instituciones financieras al borde del colapso. En esa revisión del optimista tono inicial, vemos que comienza a aceptar la crisis, si bien asegura que la acción decisiva del gobierno federal conjurará la catástrofe. El mensaje sigue modulándose a través de una pluralidad de voces que escuchamos de transmisiones de radio y televisión en los distintos contextos en los que se mueven los personajes, desde debates radiofónicos que hablan de la conveniencia o no de dejarse arrastrar por las exigencias de Wall Street a una intervención de Bush alabando a los trabajadores americanos o de nuevo Obama, llamando a la unidad nacional para salir de la recesión. Ese flujo discursivo que trata de consolidar cierta estabilidad y confianza contrasta, evidentemente, con lo que cuentan las imágenes, creando una tensión constante entre lo que vemos y oímos en un primer plano y lo que vemos y oímos en un segundo. Lo que señala esa relación antitética es, precisamente, la desconexión del discurso oficial de las realidades a pie de calle, las cuales pretende manejar desde su retórica: mientras oímos mensajes que piden fe en la acción del gobierno e invocan una unidad nacional, los hechos que se suceden en la pantalla no dejan lugar al optimismo, con momentos de humillación física y emocional, asesinatos a cámara lenta y, por ponerlo en palabras de De Pedro, “diálogos lacerantes, discursos heridos y fragmentados” (DE PEDRO AMATRIA, 2012: 19) que asientan una atmósfera de devastación y nihilismo. Ambos planos convergen en la última escena para reafirmar la erosión del lenguaje como herramienta para articular ese discurso oficial y, finalmente, negarlo. Tras completar el encargo, Cogan se reúne con su pagador (Richard Jenkins) en un bar, mientras en el televisor se transmite la victoria electoral de Obama. Mientras ambos discuten sobre cómo se han dado los acontecimientos, el ya electo presidente lanza un mensaje que proclama la igualdad de todos los ciudadanos norteamericanos, apuntando a un mismo destino común. Después de ser pagado, Cogan reprocha a su pagador que no está todo el dinero acordado, y este le contesta que son precios de crisis. El segundo trata de convencerle al primero diciéndole que este es un negocio de relaciones, y luego se remite a una frase de Obama acerca del sueño americano y de la idea de unidad nacional, diciéndole a Cogan que también va dirigida a él. Este le responde que no le haga reír, recordándole que la unidad es un mito creado por Thomas Jefferson, réplica que el pagador no parece tomarse muy en serio. La siguiente respuesta supone el cierre de la película y viene acompañada de un lento zoom hacia Brad Pitt:

Amigo mío, Jefferson es un santo americano, porque escribió las palabras Todos los hombres son creados iguales, en las que claramente no creía, ya que permitía que sus propios hijos vivieran en esclavitud. Era un rico snob del vino que estaba harto de pagarles impuestos a los británicos. Así que sí, escribió unas palabras bonitas que animaron a las masas, y ellos salieron y murieron por esas palabras mientras él se sentaba, bebía su vino y se follaba a una chica esclava. Este tipo [señalando a Obama] quiere decirme que vivimos en una comunidad. No me hagas reír. Vivo en América. Y en América estás por tu cuenta. América no es un país. Es solo un negocio. Ahora págame, jode .

El monólogo final de Jackie Cogan supone la ruptura definitiva, el punto y final no solo de la narración, sino de la aceptación de un orden discursivo que regula la realidad. Desde los márgenes de la sociedad que representan los círculos mafiosos que vemos en la película, se pone de manifiesto la imposibilidad de seguir creyendo en las mismas palabras. El individuo, permanentemente expulsado de ese sueño prometido una y otra vez, ya no se siente interpelado por ese discurso, sino que ha aceptado que este no existe, por ponerlo en términos de Guy Debord (DEBORD, 2003), sino como promesa espectacular del sistema capitalista. La siguiente reflexión debería centrarse, pues, en cómo ese individuo puede expresar, certificada la defunción del lenguaje en tanto que articulador de jerarquías, la realidad desvelada que se impone ante él.

2. El colapso del lenguaje: Blue Jasmine, Canino y Alps

El retrato de Jasmine (Cate Blanchett) en Blue Jasmine sería una probable ilustración de ese después especulativo. Esposa de un lobo y estafador financiero (Alec Baldwin), la Jasmine titular –seudónimo que adopta junto con su condición aristocrática– debe aceptar un mundo que no reconoce, pero en el que se ve obligada a sobrevivir. De una vida llena de suntuosas fiestas y constantes caprichos, la vemos intentando adaptarse a otra de clase obrera junto a una hermana adoptiva (Sally Hawkins) en San Francisco, obligada a buscar un trabajo y angustiada por no tener la formación apropiada para encontrarlo. La película de Woody Allen despliega una mirada fragmentaria sobre el personaje, narrando su historia en episodios desordenados que se sitúan en su vida anterior –identificada con Nueva York y los escenarios opulentos de la clase alta– y en la presente –San Francisco y los ambientes de clase media-baja–. Pero lo más interesante es el proceso de constante autoengaño de su protagonista. En todo momento, Jasmine trata de validar su propia ficción, la cual no hace sino reajustar la realidad a sus deseos de mantener un estatus social elevado. Primero, prefiere obviar tanto las actividades ilegales como las infidelidades de su marido, hasta que no le queda más remedio que aceptarlas en el momento que él anuncia que la abandona por otra mujer. Segundo, cuando en su nueva vida se empeña en mantener aspiraciones poco realistas respecto a su situación: su plan para escapar de la bancarrota es estudiar un curso online de diseño de interiores, pero al no saber manejar un ordenador primero debe estudiar un módulo de informática. Sin embargo, Jasmine no dudará en poner esas ambiciones en un segundo término cuando de nuevo aparezca un pretendiente que le asegure estabilidad económica (Peter Sarsgaad), acontecimiento que reiniciará el proceso de asunción de apariencias que, una vez más, terminará en fracaso. Si algo resulta particularmente fascinante en la película de Allen es cómo se manifiesta esa derrota frente a la realidad: en momentos concretos que salpican la narración, observamos cómo Jasmine, incapaz ya de mantener su ficción, entra en un estado de alienación en el que el autoconvencimiento se rompe y queda sustituido por palabras espetadas sin orden ni concierto. Al igual que en Mátalos suavemente, es la secuencia final la que mejor marca en qué punto queda la relación del individuo frente al discurso oficial. Solo que si el Cogan de la película de Dominik lo rechaza de pleno, la Jasmine de Allen ha sido cómplice de este, ha participado de sus enunciaciones y ahora, ante la demostración de su disfuncionalidad, se encuentra ante la imposibilidad de prolongarlo. El resultado es su colapso, el caos en puntos suspensivos sobre el que se hace necesaria una reordenación de las palabras y las cosas.

Ese conato de nuevo orden lo encontraríamos en Canino, tercer largometraje del cineasta griego Giorgos Lanthimos y primera parte de un díptico espiritual sobre la crisis y el lenguaje que se completaría con Alps. En Canino se nos presenta a una familia que vive en una casa a las afueras de una ciudad. La peculiaridad de esta familia es que el padre (Christos Stergioglou) y la madre (Michele Valley) han educado a sus tres hijos –dos hijas (Aggeliki Papoulia y Mary Tsoni) y un hijo (Hristos Passalis), a caballo entre la adolescencia y la juventud– de un modo poco ortodoxo. Estos tienen prohibido rebasar la valla que marca los límites de la casa, se ven obligados a realizar coreografías musicales extravagantes y satisfacen sus necesidades sexuales con una trabajadora contratada por el padre para esa función (Anna Kalaitzidou). Pero sobre todo, han aprendido el lenguaje y los significados de su entorno de un modo completamente anómalo: creen, por las enseñanzas de sus progenitores, que un zombi es una pequeña flor amarilla o que un coño es una lámpara grande, y que en un disco de Frank Sinatra quien realmente canta es su abuelo, diciéndoles lo mucho que les quiere. Cuando un gato irrumpe en el jardín y el hijo lo mata con unas tijeras de podar, el padre aparecerá, a su vuelta del trabajo, con la camisa destrozada y llena de (falsa) sangre, para explicarle a sus hijos que la criatura que han visto es la más peligrosa que existe y que es la responsable de la muerte de un supuesto hermano que se atrevió a salir de la casa sin estar preparado. Más tarde, durante una reunión familiar, el cabeza de familia les anuncia que dentro de poco tiempo la madre dará luz a dos niños y un perro, por lo que quizá alguno de ellos se vea obligado a compartir habitación, ropa y juguetes. Ante la queja de una de las hijas, la madre replica que si su comportamiento es bueno, quizá solo tenga que dar luz al perro. Prácticamente la mayor parte del metraje de Canino transcurre en esa dislocación de los significados cotidianos. Su reordenación supone una perversión del modelo educativo familiar, cuyas desviaciones son el resultado de una sobreprotección por parte de los adultos hacia los jóvenes, a quienes pretenden aislar completamente del mundo exterior hasta el punto de renunciar a la lógica impuesta por la lengua. La casa de esa familia innominada sería el laboratorio de pruebas en el que se fundan nuevas estructuras sociales y relacionales desde la misma base del lenguaje. Es en parte por eso que la película de Lanthimos se refiere de manera tan insólita y al tiempo eficaz al relato de la crisis, en tanto que hace partícipe al espectador del proceso de ocultación del exterior –apenas vemos en momentos puntuales el lugar de trabajo del padre–, dándole pie a especular sobre la devastadora realidad griega que rodea esos muros, la misma que activa un desplazamiento de los estereotipos del retrato doméstico como alternativa al relato principal. Otra posibilidad, no incompatible, sería entender ese experimento de confinamiento y reinvención como muestra representativa de algo que en realidad ya conocemos y que Carlos Reviriego se encargaba de resaltar:

La lectura más sólida de esta fábula cruel nos lleva a al (sic) film-tesis en torno a los totalitarismos y sus herramientas de control social. Todo está expuesto con meridiana claridad en el film de Yorgos Lanthimos (censura y distorsión del lenguaje, secuestro de la libertad individual, invención del enemigo, aniquilación del intruso, etc.), quien también se preocupa por mostrar sin timidez los efectos del sistema –alienación y animalización, depravación moral…– en el extravagante comportamiento de sus personajes (REVIRIEGO, 2010: 42).

Cualquiera de las dos vías lleva a la fatídica certeza de lo inevitable de la corrupción del sistema de organización. En primer lugar porque de ese encierro y reorganización se infiere, si aceptamos el discurso parental –otra forma de discurso oficial, a pequeña escala– la toxicidad exterior, en nuestro caso asumida desde la consciencia de la crisis. En segundo lugar, porque los nuevos modos de ordenación que representa la familia protagonista se inscriben obligadamente dentro de un orden ya dado. Por tanto, solo pueden darse desde la impostura, una impostura del lenguaje, los movimientos y los comportamientos –impostura que los actores asumen a la perfección en la dicción de sus diálogos y en su gestualidad– que fracasa en tanto que acaba por reproducir los efectos perversos de una organización sistémica jerárquica, vigilante y totalitaria. El problema, pues, no es tanto los sentidos que se articulan sino cómo se articulan. El desmoronamiento de estos llega con la inevitable contaminación de ese ecosistema social de elementos externos no previstos –el gato, las cintas pornográficas que introduce Christina (Kalaitzidou)–, los cuales desvelan lentamente la inestabilidad de una ficción que pasa a ser insuficiente y desemboca en el trágico final de una de las hijas. 

Ese mismo pesimismo se respira y se intensifica en Alps, siguiente largometraje de Lanthimos. El título hace referencia, en efecto, a la cordillera alpina, nombre que adopta el grupo que protagoniza la película, y en el que cada miembro toma el nombre de una de las elevaciones que conforman la cadena montañosa . La actividad que estos desempeñan es, a grandes rasgos, la de ofrecer sus servicios a familias que tratan de superar la muerte de un ser querido, interpretando al difunto y sustituyéndolo en su cotidianeidad. Así, si en Canino se intuía el contexto devastado y la impostura se entendía como herramienta en la instauración de una nueva realidad, en Alps ese contexto es expuesto al espectador y la impostura es el dispositivo que prolonga la ilusión de un orden anterior. Es decir, la segunda parte de una defunción de la realidad, en una Grecia arrasada por la crisis que, aquí sí, se hace explícita en el subrayado de exteriores desolados que se corresponden a los rostros apáticos tanto de aquellos personajes que han sufrido la pérdida como de aquellos que tratan de reemplazarla. La mera existencia del grupo Alps responde el diagnóstico ya asumido de una metástasis que alcanza todos los niveles de la sociedad, ante la cual solo queda reproducir los últimos reflejos de un mundo anterior. Estos espejismos son ficciones tácitas conscientes de lo inútil de la sustitución, pero que, nacidos de la desesperación, prefieren aceptar la ilusión de esa sustitución, por más impostada que esta resulte. Y una vez más, su fracaso se manifiesta a través del lenguaje. Desorientada debido a los múltiples roles asumidos, una de las protagonistas (Aggeliki Papoulia) acaba por sufrir el mismo colapso que Jasmine: las frases aprendidas para los distintos clientes salen de su boca de forma desordenada y sin sentido, irrumpe de forma violenta en la casa de uno de ellos para intentar quedarse o se adentra en un salón de baile para bailar atropelladamente con algunos de los allí presentes. De nuevo como en la película de Woody Allen, es el caos lingüístico el que hace visible el problema: no es solo que ya no podamos creer en ese discurso oficial que había reglado nuestras vidas, sino que su colapso ha supuesto también la ruptura de un principio de realidad fuera del cual nos sentimos huérfanos de significación y, por tanto, incapaces de (re)elaborar el juego desde el inicio. Esa orfandad queda representada en el apuntado personaje del film de Lanthimos, ya desposeído de una identidad en un entorno que ya no puede gestionar y, por tanto, sinécdoque de una Grecia que, pese a la defensa de Jean-Luc Godard , diluye su título de cuna de la civilización en una Historia interior marcada por las guerras, los totalitarismos y las crisis. Ambas películas, en fin, son trágicamente conscientes de que la impotencia del mundo real para resurgir de sus cenizas una vez más, de la imposibilidad de generar nuevos discursos que no reproduzcan las mismas sinergias de poder, los mismos desequilibrios endémicos que lo han conducido al desastre.

6. Conclusiones

En el tercer episodio de la segunda temporada de Black Mirror, The Waldo Moment (#3x02, Bryn Higgins, Channel 4: 2013) , un dibujo animado llamado Waldo y doblado por el humorista de chistes groseros Jamie Slater (Daniel Rigby), acababa siendo utilizado por un empresario como candidato a las elecciones en una localidad británica. Aunque en un principio nadie parece tomar en serio la opción Waldo, poco a poco su ruidosa irrupción en los espacios públicos a través de pantallas, su acoso y humillación constante al candidato conservador e incluso su participación en un debate televisivo con el resto de aspirantes hacen que esa posibilidad sea cada vez más probable. Es precisamente ese último acto el que nos interesa como muestra de explosión y rebeldía contra el discurso oficial. Después de un duro ataque de su rival conservador en que este señala a su oponente como mera ficción, Waldo/Slater estalla iracundo y arremete contra la condición igualmente ficticia, evanescente de los mensajes y promesas lanzados por la clase política. A medida su diatriba crece en intensidad, el público muestra su acuerdo con Waldo y el virtual personaje saldrá no solo reforzado del debate, sino postulado como uno de los favoritos a la victoria final. Poco después, será el propio Slater el que tratará de detener sin éxito ese proceso imparable de entronización de su personaje virtual. Lo que hace inquietante este episodio de Black Mirror es la perversa doble operación que lleva a cabo: por un lado, pone de manifiesto la progresiva virtualización del discurso oficial, cada vez más desentendido de sus aplicaciones prácticas en el mundo real; por el otro, muestra la maniobra de regeneración de ese mismo discurso, capaz de generar una proyección de alternativa alineada con el descontento ciudadano, cuando en verdad lo que hace es renovar las vías para prolongar su poder jerárquico, como prueba el demoledor final del capítulo. Así pues, una vez más deberíamos referirnos a la sociedad del espectáculo de Debord, pero sobre todo a la virtualidad en el modo en que la entendía Jean Baudrillard en El crimen perfecto:

La virtualidad no es como el espectáculo, que seguía dejando sitio a una conciencia crítica y al desengaño. La abstracción del espectáculo, incluso para los situacionistas, jamás era inapelable, mientras que la realización incondicional lo es, pues nosotros ya no estamos alienados ni desposeídos, poseemos toda la información. Ya no somos espectadores, sino actores de la performance, y cada vez más integrados en su desarrollo. Podríamos afrontar la irrealidad del mundo como espectáculo, pero nos hallamos indefensos ante la extrema realidad de este mundo, ante esta perfección virtual (BAUDRILLARD, 1995: 30).

La perfección virtual de la que habla Baudrillard es la misma que justifica la existencia de Waldo. Waldo era antes el odio, esa última reacción vital que el filósofo señalaba frente a la perfección del sistema, pero ahora el sistema ha fagocitado ese odio para atraer y someter de nuevo a las masas bajo la lógica de su discurso. El episodio de Black mirror sería la perfecta ilustración del proceso, mientras que las películas analizadas serían una reacción consciente de su consumación. Para Lanthimos, Dominik y Allen sería inútil levantar la voz de nuevo, abordar relatos que hicieran visibles las injusticias derivadas de la crisis o que denunciaran a sus culpables. El sistema ya contempla, en su perfeccionado discurso vertebrador, la posibilidad de esas manifestaciones que apuntan en su contra. Por tanto, para ellos solo es posible ya el acto dadaísta de la destrucción del lenguaje, acabar con el dispositivo que ha permitido la instrumentalización y la perversión atacando a su coherencia interna. Es de esta manera que la virtualidad que inmuniza el poder puede ser cuestionada desde su mismo núcleo, aunque el intento de sustitución de lo real, como sucede en Alps, pueda desembocar en otro callejón sin salida. Pese a ese ante ese probable fracaso, queda perseverar y esperar que el nuevo (des)orden termine por revocar el final de la Historia en el (temido) sentido que indicábamos al principio de este texto. De otro modo, toda convulsión quedará reducida a imagen. Y toda imagen, desposeída de dimensión política, desnaturalizada en la misma emergencia con la que el flujo digital que hoy cifra el mundo reduce cualquier alteración histórica a la inocuidad del bit.

Referencias Bibliográficas

Baudrillard, J. (1995). El crimen perfecto. Edición digital por Minicaja.

Bort, I. y Martín Núñez, M. (coord.) (2011). «Las nuevas reglas del juego. Series de televisión dramáticas norteamericanas contemporáneas». L’Atalante. Revista de estudios cinematográficos, núm. 11, enero-junio 2011.

Debord, G. (1967). La sociedad del espectáculo. Edición digital por Minicaja.

De Pedro Amatria, G. (2012). Tierra devastada. Caimán cuadernos de cine, núm. 8 (59), septiembre de 2012.

Lalanne, J.M. y Kaganski, S. (2010). Jean-Luc Godard: «Europa existe desde hace mucho tiempo, no había necesidad de construirla como lo hemos hecho». El cultural, 3 de diciembre de 2010.

Quintana, Á. (2012). ¿Qué queda de la esperanza? Caimán cuadernos de cine, núm. 8 (59), septiembre de 2012.

Revert, J. (2012). (Des)encuentros: Más dura fue la caída. La crisis económica en el cine. En De La Fuente, M. y Martín Núñez, M. (coord.), L’Atalante. Revista de estudios cinematográficos, núm. 14, julio-diciembre 2012.

Reviriego, C. (2010). Maravilloso desconcierto. Cahiers du cinema España, núm. 34, mayo 2010.

Sánchez-Escalonilla, A. (2013). Indiewood y las narrativas de la crisis. La vigencia del arquetipo doméstico del New Deal. En Mollá, D. y Revert, J. (coord.), L’Atalante. Revista de estudios cinematográficos, núm. 16, julio-diciembre 2013.


Licenciado en Periodismo y Comunicación Audiovisual.

«My friend, Jefferson’s an American saint, because he wrote the words All men are created equal, words he clearly didn’t believe since he allowed his own children to live in slavery. He was a rich wine snob who was sick of paying taxes to the Brits. So, yeah, he wrote some lovely words aroused the rabble and they went out and died for those words while he sat back and drank his wine and fucked his slave girl. This guy wants to tell me we live in a community. Don’t make me laugh. I’m living in America, and in America you’re on your own. America’s not a country. It’s just a business. Now fucking pay me». La traducción es mía.

La elección de los nombres no es casual. El líder del grupo escoge los Alpes por dos motivos: uno, porque no ofrece pistas sobre qué tipo de actividad realizan; y dos, porque los Alpes son irreemplazables, idea que también juega un papel importante en esa actividad. El líder toma el nombre del Mont Blanc, por ser la elevación más destacada, mientras que uno de los miembros decide llamarse Matterhorn, según dice, porque le recuerda a una excursión que realizó con su padre siendo niño. Los vínculos que se establecen entre los sujetos y los nombres (o la ausencia de ellos) tienen una gran relevancia en el cine de Lanthimos y especialmente, como veremos, en Alps.

«Deberíamos darle las gracias a Grecia. Occidente es quien está en deuda con Grecia. La filosofía, la democracia, la tragedia... Siempre olvidamos las relaciones entre democracia y tragedia. Sin Sófocles, no hay Pericles. Y sin Pericles, no hay Sófocles. El mundo tecnológico en el que vivimos se lo debe todo a Grecia. ¿Quién inventó la lógica? Aristóteles. Si esto es así y si eso es asá, entonces aquello. Lógico. Este tipo de pensamiento es el que utilizan constantemente las fuerzas dominantes, asegurándose de que no haya ninguna contradicción, que todo quede siempre dentro de una misma lógica. Hannah Arendt tenía razón cuando dijo que la lógica conduce al totalitarismo. Así que todo el mundo le debe dinero a Grecia hoy en día. Podría reclamar millones de millones en concepto de derechos de autor al mundo contemporáneo y sería lógico dárselos. Sin dilación». Jean-Luc Godard, en (LALANNE y KAGANSKI, 2010).

Tomo como referencia la citación para capítulos de series propuesta por Iván Bort en el monográfico dedicado a la nueva ficción serial norteamericana en el número 17 de L’Atalante (BORT y MARTÍN NÚÑEZ, 2011).